El emisario

(Este cuento fue la base para la obra teatral del mismo nombre con la que su autora, Rachel Vivas, Socia de SADE Delta Bonaerense ya fallecida, obtuvo un Primer Premio de ARGENTORES).

I

La luz del primer relámpago centelleó en los caireles de cristal. Hacía ya rato que la anciana espiaba sin resultados desde la ventana. Como en una linterna mágica, figuras presurosas cubiertas con paraguas se proyectaban sobre las cortinas, pero nadie que pudiera confundirse con él entraba en el edificio de enfrente.

Era extraño. Nunca antes, desde que empezara a observarlo, el joven había faltado a su trabajo. Se lo veía tan formal, tan aplicado… ni siquiera llegaba tarde. ¡Pobre muchacho! ¿Estará enfermo?, se preguntó Clemencia.

Cuando comenzó a llover fuerte abandonó sus gemelos de teatro sobre la mesita de caoba y, contrariada, se perdió entre las sombras del suntuoso salón.

La decoración dieciochesca alardeaba de una sólida fortuna y una exquisitez irreprochable. Los resplandores intermitentes de la tormenta le prestaban una breve ilusión de vida a ese ambiente en el que el tiempo parecía haberse galvanizado. Sólo la dama, distinguida y marchita, había sufrido sus embates y, ayudada por su bastón, transitaba un pasillo interminable de puertas clausuradas.

Regresó portando un cofrecito donde guardaba bajo llave sus más preciadas pertenencias, prendió la débil luz del centro de la mesa _ un cesto de plata con flores de Porcelana de Sévres_ y se sentó con dificultad. Sin prisa, y siguiendo un orden preciso que le hubiese sido imposible explicar, distribuyó sobre el mantel de pana granate sus viejas fotografías. Recién entonces pudo olvidar al joven escribiente que, sin conocerla, tanto necesitaba de ella.

Esta vez el relámpago fue seguido por una descarga infernal que aturdió la estancia. Le pareció escuchar que alguien accionaba con delicadeza el llamador de bronce de la entrada y abandonó su peregrinaje en sepia a través de campos, playas, ciudades, bodas y bautismos.

_ Ya va, m’hijita, ¡ya va! _ exclamó feliz mientras se dirigía hacia la puerta.

Haciéndose a un lado hizo pasar a la elegante y algo excéntrica mujer (indudablemente un Menéndez y Requejo), que esta vez había venido acompañada por su hijo, flamante abogado. Era hora de que el muchacho se acordara de su vieja tía: ¡no sólo para recibir atenciones estaban hechos los ahijados! Con dulzura les reprochó haberlos esperado en vano el jueves anterior, y también el otro.

Tras homenajearlos con dos copitas de su licor favorito, los actualizó con los eventos sociales más recientes de los que tuviese noticias.

Media hora llevaba Clemencia oficiando de anfitriona cuando, algo cansada, como una niña solitaria que ha agotado su juego, se excusó ante sus fantasmales invitados.

_ Ahora, mis queridos, me van a disculpar. Este cuerpo necesita descanso.

Según su costumbre los acompañó hasta la salida, abrumándolos con consejos. No era correcto, amonestó a su sobrina, pintarse los párpados de verde a las tres de la tarde. El muchacho debía cultivar su espíritu, ir pensando en casarse…

_ … porque el tiempo vuela, querido_ concluyó emocionada, esforzándose por sentir que besaba una frente tibia. _ Hasta el jueves…_ musitó a la calle mojada y vacía mientras cerraba la puerta.

Regresó al comedor, bebió pausadamente de las copas que habían quedado, intactas, sobre la mesa, y luego se quedó de pie, apoyada sobre su bastón, inmóvil en el silencio de la gran sala penumbrosa.

De pronto, el rostro de Clemencia se iluminó: había dejado de llover. Quizás algún trámite le había demorado, y volviendo a su puesto de observación, tomó sus prismáticos y esperó.

La tormenta arremetió, luego de la aparente calma, con una violencia inusitada. Pero la paciencia de la anciana tuvo al fin su recompensa: lo vio llegar. ¡Sí, era él! El joven, como confirmando su mala suerte, corría bajo las ráfagas heladas cubriéndose con un diario empapado. Su silueta esmirriada se recortó fugazmente frente a los cristales y entró en el edificio de la escribanía.

_ ¡Ya llegó! Sí, sí… ahora subirá las escaleras… _ canturreó Clemencia alborozada. Después enfocó sus binoculares en la oficina del tercer piso a la izquierda, la más pequeña y peor iluminada.

_ ¡Ahí está! Se ha puesto a escribir… ¡Pobre muchacho! Encerrado en ese cuchitril, entintándose los dedos durante horas y más horas, o tomando frío por esas calles. Tantos años, tantas lluvias y soles; le tuve ahí desde siempre, al alcance de mis anteojos… ¡y no se me ocurrió sino hasta ayer!

Enternecida, siguió observándolo durante un buen rato, mientras el otro, con aire melancólico, continuaba con su tarea.

_ ¡Habráse visto, tamaña injusticia!_ se indignó de improviso. Así premiaban sus esfuerzos, atiborrándolo de trabajo en ese cuartucho húmedo y frío. Era una ocupación vulgar… indigna de un muchacho tan fino, tan aplicado, tan parecido a Efraín Argüelles. Efraín… el de las románticas ojeras y el pelo desordenado, el que le dedicara poesías comparándola con una muñeca de porcelana…

Clemencia suspiró. No le habían permitido casarse con él: dijeron que tenía ideas socialistas. Y cuando al fin volvió a saber de Argüelles, fue para enterarse de que había muerto, viejo y desilusionado, cuando la revolución del cincuenta y cinco. Lo atropelló el tranvía ochenta y cinco, en Gaona y Espinosa, a pasos de su domicilio.

Este joven magro_ aunque menos impetuoso, ciertamente_ se hubiese dicho un hijo, un nieto de aquél. La misma delicadeza de rasgos, la mirada soñadora. Ambos le recordaban aquella figura alada que durante mágicas horas contemplase, extasiada, en su juventud. Ninguna de las veces que había residido en París dejó de asistir diariamente al Louvre para encontrarse con aquella obra maravillosa.

Resultaba descorazonante ver a un ángel agobiado por estúpidas responsabilidades. Pero ella no permitiría que continuase enriqueciendo a otros con su trabajo, obedeciendo órdenes del ceniciento petimetre que llenaba su escritorio de expedientes; estaba en sus manos poner punto final a ese inútil trajín, a ese padecimiento cotidiano. Había tenido una idea esplendorosa en hacerle llegar la citación. Él acudiría y entonces ella…

_ De todas las argucias que te pasaron bajo el rodete, ésta fue la mejor_ se felicitó Clemencia. ¡Él vendrá, él vendrá!

Hamacándose en su mecedora, la anciana hacía un recuento mental de sus bienes, las innúmeras propiedades de los Menéndez y Requejo. La envolvía un evocador aroma de roble y de Ivoire, su extracto favorito.

_ Si todos se ayudasen los unos a los otros, el mundo giraría más rápidamente _ murmuró antes de quedarse dormida.

 

II

Desnudo. Lo habían dejado desnudo atado a las rejas del cementerio. Era una suerte que no hiciese tanto frío. Pensó que volverían más tarde, pero estuvo allí más de dos horas, hasta que llegó el patrullero y se lo llevaron cubriéndolo con un capote encerado. Dejó que creyeran que se trataba de una despedida de soltero. En realidad, así era. Sólo que el novio era Mendizábal, no él.

Nunca antes había estado en una cantina. Hablaban a los gritos. Reían fuerte. Del pico de unos pájaros salía un vino caliente y espeso. Parecía vómito de pingüino. Se tiraban migas de pan, servilletas, y cuando le daban a alguien, se ponían todavía más contentos. El escribano, el taquígrafo, y hasta el doctor: todos parecían otros. Sólo él seguía igual a sí mismo. Pero el gordo Estévez empezó a palmearle el hombro insistiendo con una copa. Y probó. Probó ser otro. Una pelirroja con pantalón de cuero muy ceñido comenzó a insinuársele y se le sentó en las rodillas. Se reía con él… o de él. Le cortó la corbata. Los otros continuaron la broma… acabó pasando la noche en una comisaría.

El lunes hubiera preferido no presentarse en la escribanía, pero tuvo que hacerlo. Después el trabajo se atrasa y… ¡Triste vida la suya!

Hacía unas semanas habían hecho una colecta para despedir al señor Lafont. Le entregaron un pergamino y una plaqueta de bronce sobre ónix que decía: “La empresa a cuarenta y cinco años de trabajo”. Cuarenta y cinco años… A lo mejor él también llegaba… Sólo le faltaban treinta y tres.

A medida que tildaba mecánicamente, Joaquín Tejedor continuaba el melancólico análisis de su vida. Cada tanto un documento requería su atención. Lo leía, tomaba datos, y luego lo apartaba en una pila o lo guardaba en algún cajón. Entonces sus pensamientos tomaban otros rumbos que invariablemente desembocaban en el mar quieto de su existencia.

Los querubines en el sello postal le recordaron a la viejita de enfrente, esa que vivía en el imponente caserón de altas rejas, cruzando la calle. Hoy también la había visto: pequeña, sigilosa, espiando con sus largavistas. A veces le resultaba difícil distinguirla porque su imagen se confundía con el reflejo de las nubes en los vidrios de las ventanas siempre cerradas. Pero casi nunca lo defraudaba. Ella estaba allí, como esperando.

Joaquín Tejedor abandonó sus cavilaciones y abrió el sobre. Distraídamente comprobó que se trataba de una citación. No tendría que atravesar la ciudad como otras veces. El domicilio del remitente quedaba en la misma calle de las oficinas. Anotó prolijamente los datos… ¡Qué coincidencia! ¿Era posible? Sí, debía ser ella… la misma anciana que se escondía tras las cortinas con angelitos que tocaban la trompeta. ¿Para qué querría un notario?

 

III

_ … y los campos de Tapalqué _ dictó Clemencia con aire satisfecho, dando por terminada la enumeración de sus bienes.

Joaquín Tejedor comenzó a cotejar los títulos de propiedad con el documento que acababa de redactar. Se miró los dedos entintados y doloridos y, súbitamente, lo abrumó la conciencia de su aspecto: el cabello acartonado partido al medio, los lentes de gruesos vidrios con un cordón supliendo a una patilla rota, el saco marrón que parecía quedarle más estrecho que de costumbre y los pantalones azules, holgados y lustrosos… El lujo circundante lo excedía. Impostó en vano la voz para decir:

_ Está todo en orden, señora. Sólo falta la fecha de hoy y…

_ Catorce… catorce de agosto_ interrumpió la anciana.

_Bien_ Tejedor tomó nota._ Ahora lo más importante, el dato que usted prefirió dejar para el final: el nombre del beneficiario.

Clemencia sonrió mientras apoyaba ambas manos sobre la mesa y, luego de una calculada pausa, dijo como restándole importancia al asunto:

_ El suyo.

(…)

_Oh, el testamento. Ese no fue más que uno de mis artilugios para que usted viniese. Alguien debía poner fin a su sufrimiento, porque usted… _Más lentamente añadió._ Una buena obra cada día. Ese ha sido siempre mi lema.

_ Pero, ¿por qué me mintió? ¿Por qué?_  gimió Tejedor con los ojos cerrados, apretándose las sienes.

_ Yo quería… ayudarle. Usted mismo reconoció que no era feliz…

_ Si yo nunca le pedí nada… Es cierto que no era feliz, pero era diferente… ¿Cómo hago ahora para volver a ser yo? ¿Cómo voy a pagar las cuotas de la enciclopedia? Y mis clases de violoncelo… ¡¿Y mis ilusiones?!

Demudada, con el rostro casi tan blanco como sus cabellos, la anciana se le acercó y apoyándose en el respaldo, puso sus manos temblorosas sobre los hombros del joven.

_ Ya nada de eso será necesario. Descansa… A decir verdad, yo también lo necesito. Ha sido un largo camino solitario, imaginando que tenía amigos, parientes, que era útil y querida… Inventando fantasmas en los que nunca creí, hablando con las polillas, las estatuas y las sombras… Ahora… _ Inclinada sobre su bastón, se dirigió hacia la mecedora y se sentó con dificultad._ Ahora estás tú… que has venido para quedarte…

_ ¡Clemencia!_ dijo el joven súbitamente inundado por una emoción desconocida, bella y desgarradora.

_ ¡Querido!

Joaquín Tejedor se levantó haciendo un terrible esfuerzo y aferró el mantel. Tetera, porcelana, copas, lámpara, todo cayó estrepitosamente haciéndose añicos.

A gatas, a punto de llorar, el joven se arrastró hasta la anciana balbuceando entre ahogos:

_ ¡Clemencia! ¡ Eres la primer mujer de mi vida…

Hundiendo la mano crispada en los alborotados cabellos castaños, ella alcanzó a musitar:

_ Y la última…

Clemencia sonrió, y su cabeza cayó a un costado como la de una muñeca rota.

 

 

 

Ilustración de la tapa del libro: “Psique despertada por el beso del amor”, de Antonio Canova.