Siempre llueven flores en Manantiales

 

Primer Premio en el IV Concurso de la
Reunión de Escritores Independientes
de la Municipalidad de Avellaneda (2007).

 

«Si la flor cubre la tierra
y las señas están claras
y en el mundo no hay dolor
te iré a ver, amor»
Cecilia Meirelles

 

Siempre llueven flores en Manantiales. Abril inunda sus calles con margaritas blancas y gardenias, desde mayo hasta junio caen azahares y tulipanes rojos, y hasta septiembre todo el pueblo se anega de lirios, claveles y hortensias. Con la primavera bajan del cielo rosas rojas y tulipanes amarillos, y es un verdadero deleite ver planear sus pétalos entre los techos y las paredes de las casas de madera hasta diciembre.

Pero con el estío el cielo enmudece; la vida sufre el letargo de un calor aplastante y no quedan señales de las lluvias floridas, sólo los cardos, matas y espinos sobrellevan la sequedad que hiere el suelo.

Fue en ese tiempo que llegó a Manantiales el extranjero; era enero, entre las nubes se asomaba un sol intenso y el río mostraba sin pudor su cauce viejo. Tenía una figura larga y una sombra esbelta, y caminaba sin tocar el piso, casi a los saltos entre el barro seco y las cenizas del mediodía. Su paso por las calles de la siesta fue una leve brisa que los vecinos contemplaron con indiferencia, quizás porque sólo un demente vendría al pueblo en su peor momento, pero Azucena, la posadera que le dio albergue, intuyó que aquel hombre les quitaría el sueño.

“Vengo de tantos lugares que ya perdí la cuenta”, le contestó cuando ella quiso tirarle de la lengua, y la mujer supo que en realidad no venía de ningún sitio_ pero qué importancia tenía si al fin y al cabo Manantiales era uno de ellos.

En esos días recrudeció el calor, acompañado de una tórrida ventisca que obligó a cerrar las ventanas y a bajar las celosías. El interior de las casas se tornó imposible y no se discernía si el viento era una bendición o un castigo.

“Es una paradoja”, afirmó el extranjero desde la hamaca que lo ceñía como la red de un pescador. Azucena lo contempló por tantos instantes como le fue posible y sin siquiera saber qué quería decir con lo que le decía se sintió invadida, presa de una emoción que apenas sentía cuando caían las rosas rojas en cada primavera. Y con esa urgencia de las emociones nuevas trató de elegirle un nombre entre los siete nombres y los siete apellidos que él había anotado en el registro. Sin quererlo, quizás por instinto, recordó que su amiga Violeta, la repostera que preparaba dulces con las flores llovidas, le había advertido que los hombres hablaban difícil cuando querían que las mujeres les fueran fáciles; y entonces se le plantó de frente y le lanzó una andanada de reproches, de los que se arrepentiría ése y los siguientes días, todos los días de su vida. Él ni siquiera dijo esta boca es mía.

“Para qué andar espantando a los hombres con un marido muerto y una viudez perpetua; si en este pueblo si no fuera por las flores ninguna de nosotras sabría distinguir un bostezo de un suspiro”, le dijo Begonia, la vecina, después de escucharla a través del muro donde había apoyado el oído.

Nada volvió a ser lo mismo para Azucena, aunque el forastero no se dio por aludido. Él iba y venía por el pueblo ajeno a tanto protagonismo y a veces se detenía a mirar la tierra sentándose en cuclillas, acercándose a las grietas y surcos que recorrían los arriates como heridas antiguas, hundiendo sus manos en la arena gruesa que el polvo vestía de turba y arcilla.

Los vecinos comenzaron a murmurar que al forastero se le había calentado el juicio, y Azucena, que sabía de las murmuraciones porque todo lo de aquel hombre le concernía, un día de fin de enero juntó ánimo y le preguntó qué esperaba encontrar con esas poses tan ridículas.

“Busco un paradigma”, le respondió él con esa voz de hornacina que a ella la horneaba viva. No inquirió qué era un paradigma porque su esposo, antes de morirse abrazado a la única anémona que cayó del cielo, le había dicho que Manantiales era un paradigma de belleza estéril, y ella entendió entonces que la palabra escondía una comparación difícil y quizás por ello interpretó ahora que él buscaba un imposible. Herida por la revelación, se fue a llorar a escondidas detrás de unos abrojos cubiertos de babosas y caracoles en lo que podía ser jardín y ni siquiera llegaba a ser baldío. Y así llorando la vio Magnolia, la sibilina, y sin darle tiempo a que se escurriera las lágrimas le advirtió: “Se le va a ir tal como vino si usted no se aviva”. Al escucharla, Azucena tuvo la sensación de que el mundo ya estaba antiguo.

Cuando comenzó febrero el aire trajo una marea de insectos de alas invisibles, los mismos que antes merodeaban por el río y en este tiempo de sequía parecían perdidos; y como en Manantiales hacía una eternidad que no había agua llovida, el presagio de un aguacero se convirtió en certidumbre con las primeras gotas que arrojaron las nubes aún blanquísimas. La posadera tuvo entonces la certeza de que el mundo viejo se moría.

Pronto el goteo se convirtió en llovizna, y cuando el chispeo tomó impulso se hizo chubasco, chaparrón, tormenta y tempestad por seis días corridos, tiempo más que suficiente para que Azucena le preguntara en la clausura del albergue por qué se llamaba Cayetano Santiago Florentino Pedro Fernando Mauricio Melquíades, y Delaura Nasar Ariza Páramo Vidal Olmos Babilonia.

“Es que mi madre no sabía qué padre elegirme entre los hombres que quisieron hacerle un hijo, así que me puso todos los nombres y apellidos que recordaba con excepción de uno, al que siempre llamó Melquíades”.

Desde ese momento él también fue para ella Melquíades.

Sin embargo, en los días que duró el diluvio la posadera y el extranjero se rehuyeron como niños; ella porque no entendía qué cambios en el cuerpo le provocaba la presencia de Melquíades_ ese recuperar su silueta más fina, el insomnio, los dolores en el cuello, la sed de las caderas y el cosquilleo indefinido_; él porque sin planes a la vista ahora caía en la cuenta de que nunca había planeado su vida_ y menos aún sabría qué hacer con el universo que la mujer le proponía. Ninguno de los dos pensaba todavía en la posibilidad de que el tiempo les quedara chico o tal vez ninguno de los dos vislumbraba que el tiempo era ahora mismo.

De la inclemencia a Azucena le quedó la sensación vacía de que se trataba de una parábola, como le dijo Melquíades cuando el goteo se hizo chirlo. Y esta vez no hizo ningún comentario porque la lluvia de agua era más triste que la de flores y más insípida que sus propias lágrimas.

 

La borrasca dejó a todos boquiabiertos y empapados, hablando con gorgoteos y maldiciendo entre burbujas; pero Manantiales no se inundó porque la tierra se sació de humedad hasta quedar encinta, y con una fecundidad desconocida el séptimo día empezó a parir maleza verde y brotes de vegetales que nadie conocía. Sólo el extranjero mostraba alegría entre tantas caras confundidas. “Esto no tiene parangón”, le dijo alborozado a la posadera cuando ella quiso saber de qué se reía. Y era cierto, porque después de la lluvia comenzaría a crecer desde abajo lo que siempre cayó desde arriba. Pero Azucena se quedó en ascuas y mirándolo como a una aparición, quizás porque nunca antes lo había visto reírse, o tal vez porque el hombre se le acercó demasiado y pudo sentir su aliento como otra piel que le nacía en la que ya tenía. Para sacarla del trance en el que ambos sucumbirían si ella seguía encendida y porque sol invitaba a mirar más allá de donde llegaba la vista, Melquíades le propuso mostrarle lo que estaba creciendo en el limo, que si bien no eran más que varas, brozas y retoños para él se veían como plantas maduras, y así le nombró los pensamientos morados que se confundían con las camelias rosadas en algún lugar del légamo para ella invisible; y la violácea lavanda y el ciruelo blanco en otro sitio igualmente imperceptible; y el junquillo amarillo y la magnolia púrpura en un punto que sólo él distinguía; y las azaleas lilas y el jazmín de los poetas en un rincón donde ella apenas veía mantillo.

“¿Cómo hace para ver lo que no existe?, lo interrumpió Azucena sin sacarle los ojos de encima. Él podría haber contestado que lo imaginaba o lo creía, ya que ambas acciones no  dependen de lo visible, o quizás que lo deseaba, aunque el deseo obedece más a los sentidos, o tal vez que lo intuía, aún cuando ese vislumbre no era fácilmente transmisible; o podría haberle mostrado sin más rodeos las semilla que todavía se batían en los bolsillos de su pantalón y confesarle que las había desperdigado por todo Manantiales como sueños. Pero en cambio prefirió decirle que así lo sentía, sin darse cuenta de que ésa era la palabra que ella esperaba para abrirse y estrenarse ante su vista con el blanco y verde de sus pétalos de azucena florecida. Y aunque mucho se preguntara qué era lo que en realidad le había dicho_ y quizás porque difícilmente podría entender que a ella sus palabras se le hundían como raíces_, en ese momento quedó embriagado por la fragancia acre y dulce que la mujer le ofrecía. Mareado y tentado por su silueta de lirio del Cantar de los Cantares, la atrajo hacia sí y la tomó de la cintura como si acariciara sus hojas y le besó la boca como si besara sus pétalos; y porque todas las ataduras se les escurrieron cuando se encontraban desnudos y enfebrecidos, él fue estambre y ella fue estigma hasta las primeras sombras de ese día. Y atrás quedaron las azarosas vidas que ambos habían tejido para esconderse de ellos mismos.

Con la penumbra apareció entre los senos de la mujer que dormía a su lado la tímida flor que algunos llaman lilium longiflorum y otros as-susana, y Melquíades supo entonces algo de todo lo que no sabía de esta vida, que era tanto y tan vasto que más le valía no andar preguntándose por qué en Manantiales llovían flores nueve meses seguidos y en el verano no quedaban ni frutos ni semillas, y menos aún por qué el poeta había escrito:

“… el alma
de palabras vacante, y este cuerpo sombrío
tarde sucumben al silencio del estío”

Así que cuando se dio cuenta de que la mujer y el capullo eran lo mismo, una azucena llovida y una mujer florecida, ya no tuvo prisa para irse o volver a ningún sitio.

 

 

 

Una noche en Magdala

 

Primer premio en el Concurso por los 30 años de la
Seccional Surbonaerense de la SADE (Avellaneda, 2007).

 

Aunque la tarde se moría como un mal presagio, Josías sonreía recordando la cara regordeta y ociosa de su hermano Horacio. Gozaba haciendo sufrir a esa masa forrada de carne y grasa, se relamía pensando en su ira comprimida y disfrutaba con su impotencia. Tal vez esa mañana el hermano lo hubiera matado, por qué no, había sido la gota que restaba para completar la tinaja y no hacía falta nada más para que aquel guiñapo de odios y rencores le retorciera el pescuezo hasta estrangularlo. Pero no, el muy ladino sólo atinó a mirarlo con ojos inflamados y, como un lobo manso, se puso al lado del padre. Pobre viejo, pensó Josías, siempre tuvo que interponerse entre su herencia y la de mi madre. El hijo mayor, Horacio, llevaba el rigor paterno en la sangre, su meta era engordar el ganado y su ambición era el dinero contante y sonante; en cambio él, el hijo menor, ¡ah! ¡cómo le habré recordado a mi madre cuando vagaba sin importarme una oveja menos de las tantas que entraban a los corrales! Josías volvió a sonreír y esta vez alzó la vista y contempló el cielo negro que parecía a punto de desplomarse sobre su cabeza. Azuzó al caballo que tiraba del ligero carro y maldijo la mala suerte que le ocultaba una luna clara que lo guiara.  Aún así, la ciudad lo esperaba.

Antes de entrar en Magdala se palpó las faltriqueras repletas de dinero, comprobó si había escondido bien en las alforjas los giros que le había firmado el padre y le siguió pegando al pobre caballo cansado. Esa mañana se había alzado, en efectivo y en promesas de pago, con todo lo que le hubiera tocado a la muerte del viejo. Creyó que era lo suficiente para olvidarse que era un desgraciado. Nunca calculó que no era lo bastante.

La incipiente ciudad era un brumoso caserío mal iluminado. Josías enfiló hacia una taberna y dentro de la oscuridad del tenderete se desplomó sobre una mesa. Alguien le trajo vino y pan con tortilla de vegetales. Antes de que terminara de comer, sintió el asedio de una joven prostituta. Era una linda mujer de cabellos largos y cintura cimbreante, algo tosca y muy vivaracha. La invitó a beber y cometió el mismo error que cometen todos los borrachos: habló demasiado. De la mujer sólo supo que se llamaba María. Parecía insaciable. Ella escuchó su historia entrecortada: Cuando murió mi mamá, el viejo y mi hermano se hicieron inseparables. Él era la única esperanza y yo, el que no servía para nada. Los dos me lo dieron a entender hasta el hartazgo, y me hicieron la vida tan agria que ya no importaba si trabajaba, si me atragantaba de comida o si bebía hasta desmayarme. Cualquier sirviente valía más que yo en esa casa. Ellos me enseñaron a odiarla.

Después de media botella, el mundo le pareció más fácil.

María lo condujo a un cuarto sin ventanas y le preguntó si tenía con qué pagarle. Josías le mostró las incontables monedas que le había dado el padre:

Esto y unas órdenes de pago para cobrar en Egipto son mi herencia anticipada. Se la pedí al viejo cuando ya no aguanté más que mi hermano me despreciara y mi papá estuviera siempre entre ambos. ¿Para qué?, ¡si ese gordo infame y avaro sólo tiene fuerzas para levantar los sacos de plata que junta en las subastas de animales!

Tuvieron tanto sexo que María se creyó con derecho a saber dónde iría y qué haría con la fortuna que llevaba encima. Josías fue sincero: Me voy adonde pueda gastarla. La mujer lo dejó dormir hasta que se saciara de sueño. No le quitó un céntimo más de lo que prometió cobrarle.

Cinco años después, Magdala había adquirido el carácter de una ciudad pujante, pero aún le faltaba la fisonomía entusiasta del progreso; eso lo notó Josías al regresar a sus calles. Por instinto, se dirigió a la misma taberna de aquella primera noche de su viaje y preguntó por la mujer. El tabernero no era el mismo y él no inspiraba confianza. Sucio, andrajoso y flaco como una estaca, parecía un mendigo pasado de hambre. Antes de echarlo a patadas, el hombre quiso saber por qué preguntaba por María, y Josías le contó lo poco que podía contarle. El tabernero se rió con ganas: Hace bastante tiempo que se fue; ahora está cambiada y sigue a un predicador que hace milagros. Algunos abonados que languidecían en los rincones de mofaron de Josías y comenzaron a insultarlo, y como el asunto pintaba mal, el tabernero le preguntó si quería comer afuera con los chanchos, así mientras tanto se los cuidaba. Dijo que sí porque ya no le quedaba dinero para gastar.

Los cerdos comían las sobras de la cantina y él lo que les sobraba a los animales; eran tan sucios que a veces le costaba distinguir entre la comida y los excrementos. Después de todo, tampoco pude distinguir entre lo que fui y lo que soy ahora. En cinco años dilapidó hasta la salud y ahora sólo deseaba estar muerto. Pero la muerte no es un premio que llega como una tiara y siempre quedan cosas por hacer antes de enfrentarla. Eso lo supo cuando la vio a María con su nuevo aspecto de viuda devota. Ella no lo reconoció y parecía lógico que así fuera: él podía ser uno más de los tantos que, hacía ya muchos años, atendió por dinero, y prefirió evitarlo. Él insistió hasta que la mujer tuvo que hablarle.

Josías le recordó aquella noche en Magdala cuando él le contó su historia y ella lo amó hasta agotarlo. ¿Cómo puedo acordarme de tantas caras y de tantos pecados?, mintió María. Hubiera podido agregar que estaba en la ciudad por pura casualidad y que no tenía pensado encontrarlo, pero calló para no seguir mintiendo.  Dos palabras, nada más, le había dicho el rabí que la envió.

Josías seguía hablando y ella trataba de encontrar esas dos palabras que pudieran salvarlo. Pasaron algunos minutos interminables.

Tu padre, dijo al fin, interrumpiendo al pordiosero que ya no entendía si estaba frente a una penitente o una loca. ¿Qué pasa con mi padre, mujer, qué pasa?, se quedó vociferando Josías hasta ahogarse en lágrimas.

María ya era un punto que cruzaba las murallas de Magdala; en las afueras, el hombre que había inventado la historia del hijo pródigo la esperaba ansiosa, amorosamente.