La gran Odile

de Cremer, Lilia.

 

-¡Odile! ¡el telón! ¿Qué estás pensando? ¿No estarás llorando otra vez? ¡Vieja sensiblera!
Es verdad, ese enano maldito tiene razón. Estoy llorando otra vez. Me afirmo en la silla y tomo con fuerza el cordel.
¡Arriba el telón! ¡El espectáculo debe continuar!

Aquella noche el espectáculo también continuó.
-Lo haré sin red –había dicho yo.
La ira y mi amor propio herido me habían jugado en contra.
Ellos me miraron y creí adivinar que celebraban mi decisión.
Era riesgoso. Nadie lo había hecho antes, pero yo era la estrella máxima. Ordenaba y desordenaba a mi antojo. Quise demostrar mi superioridad. A ellos. Solo a ellos dos. A los farsantes. A los traidores. No me importaba el público.Pensaba solo en ellos.

-¡Odile! ¡los tensores! Más rápido…Odile ya no servís para nada…
Mis manos están acalambradas. Sin fuerza.

Como aquella noche. cuando desde mi trapecio los vi. Tan juntos. Tan enamorados. Él le hablaba al oído y ella sonreía. Los imaginé viviendo el amor que habíamos vivido y la odié.
Salté al vacío.Algo pasó en mis manos. Algo perturbó mi vista. Algo me cegó.
El trapecio volaba lejos de mí.
El espectáculo debía continuar aunque la gran Odile hubiera caído a la pista.

Termina la función. Permanezco oculta , entre bambalinas.  Desfile grotesco y cruel de muñecos  de cera: trapecistas, equilibristas, malabaristas,  payasos,  enanos,  domador. ¡Tan mediocres! Ignoran a la gran Odile. No saben de aquella niña prodigio que embelesaba muchedumbres en París, en Viena, en Bruselas, en Amsterdam.  Ni se imaginan que fui bendecida con agua del río Jordán.
Ellos solo ven a la anciana vestida con ropas humildes  de colores tenues y discretos que en una silla de ruedas intenta correr el telón a cambio de unos pocos pesos.

El viaje

de Cremer, Lilia.

 

Había tomado la decisión sin su consentimiento. No podía seguir viendo pasar los años sin hacerlo.
Ramón no lo entendía. Él ya tenía sus propios hijos. Cuatro. Otra vida. Lo tenía todo. Poder. Dinero.Y la tenía a ella, incondicional. Ella sentía que no tenía nada.
No le contó los detalles del trámite. ¿Para qué? Él lo tomó como un capricho. Pero no lo era.
Le avisaron que el niño estaba por nacer. Tenía el bolso preparado desde hacía dos meses. Esa noche tomó el micro oyendo los rezongos de Ramón. Al pasar las horas su corazón se aceleraba. Había imaginado tanto ese momento. Un lugar desconocido, extraño para ella. Una pobreza extrema. Un pueblo en el monte.
El micro la dejó en la ruta. Un sulky la esperaba. Un hombre de piel curtida, le dijo sin mirarla. —¿Pa lo de la Miguela? Ella respondió y subió. El traqueteo y el polvo le daban náuseas. Creía estar en el fin del mundo. Se internaron en el monte.
Por fin un rancho. Una chorrera de chiquilines. El hombre bajó.
—Acá es. Ella lo siguió. Miguela corrió una cortina plástica mugrienta. —¡Señora! El niño ya viene.
Quedó paralizada ante esa escena surrealista. La muchacha estaba en penumbras, iluminado su vientre por la luz tenue de una ventana pequeña. Gritaba de dolor. La comadrona le ordenaba que no dejara de hacer fuerza.
Estaba temblando, creyó desmayarse. Se sentó sobre unos cajones apilados.Y entonces… el llanto, el llanto estridente, potente del recién nacido. Su hijo.
—Es mi hijo, mi hijo, —repitió.
Vio que Miguela lo tomaba en brazos e iba hacia ella. –Venga, tiene que bañar a su hijo.Pasaron a una pieza, con trastos desparramados, una olla de agua humeante y un fuentón.
Ella lo miró y lo amó. Comenzó a lavarlo suavemente como acariciándolo. Cuando lo envolvió en el esponjoso toallón, el bebé ya no lloraba. Parecía dormido.
En el silencio lúgubre de la casucha se oyó la voz de Miguela.
—Ahora, váyase… Ella le entregó el sobre y subió al sulky.
No hubo traqueteo ni polvo en el camino. El cielo era azul, diáfano, aunque el hombre presagiaba tempestad.
Llegó a su casa apretando un toallón esponjoso contra su pecho.
Ramón la recibió callado.
—Ahora descansá, —le dijo, y la llevó a la cama.
Ella se durmió. Entonces Ramón tomó el toallón que se había caído, lo dobló y lo guardó.

Hostería soñada

de Cremer, Lilia.

 

—Lo que más me jodía de la vieja era esa manía de repetir lo de la mortaja y la cofia de muselina.
—Bueno, a mí también, pero lo peor fue lo que me hizo con el auto. Una guachada. Se me arruinó la chapa desastrozamente con la pedrada. ¡Por no querer abrir el granero!
—Pero, Ale, ¡Ya sabés por qué no lo podía abrir!
—Podría haber inventado cualquier cosa…qué se yo…
—Sí, sí… por ejemplo decirte con cara de yo no fui ¡¡¡Oia!!! ¿Qué hacen estas personas en mi granero? ¿Alguien estuvo cazando y se confundió? ja, ja, ja. Hubiese sido gracioso¿no?
—¿Te imaginás?
—Pero, nosotros continuamos su coleccción. La vieja ni se lo imaginaba.
—Bueno, paremos con la charla, a ver si llega algún huésped a nuestra “Hostería soñada”.
—¿Ya cortaste todos los miembros?
—Sí, me falta embolsar y ¡al frizzer!
—Sos rápida para estos menesteres ¿eh?
—Y …¿Quién fue el mejor promedio de la promoción? ¡Mamita!
—Tenemos comida para cientos de huépedes.
Alejandro y Marisa habían llegado a la solitaria “Hostería del bosque” después de dos días de viaje. Solo sabían que ese lugar les brindaba actividades que muy pocos hoteles ofrecían: caza de animales salvajes y especies raras; avistaje de aves exóticas; exploración de bosques y montes con vegetación autóctona sin restricciones y algo muy importante, comida casera elaborada con productos orgánicos de la granja de la hostería. La zona estaba completamente alejada de la planta urbana, no contaba con medios de comunicación de ningún tipo y el pueblo más cercano se encontraba a quinientos kilómetros.
A la pareja de jóvenes médicos eso les parecía fascinante. Lo habían elegido para pasar una vacaciones diferentes.
—Ocupó poco lugar la vieja…me queda lugar para el “Tontito”.
—¡Ah! me tiento cuando me acuerdo de la cara que puso cuando vio a la vieja colgada del gancho de carnicero. Lo que se me olvidó fue vestirla con la mortaja de hilo y la cofia de muselina como ella deseaba.
—Vos estuviste mal Ale, lo hiciste entrar de sopetón. ¡El pobre casi se muere del susto!
—Y… me hubiese ahorrado el trabajo…Miré que me costó hacerle tragar la comida ¿eh? ¡Qué tipo caprichoso!
—Lo que pasaba es que él sabía muy bien lo que contenía “esa comida”.
—¡Ay! Ale, yo que tanto te critico lo desconfiado que sos… Me la podía haber tragado tranquilamente y ¡Chau!… iba directo al granero.
—¿Te olvidás que yo también fui el mejor promedio en bioquímica?
—Sí, zafamos por vos…
—¿Te imaginás la cantidad de tipos que habrán pasado por el granero, después por el frizzer y finalmente por la olla de la vieja?¡Qué harpía!
—Ya de entrada me cayó pésimo que te pida que pagues toda la estadía…
—Y…quería asegurarse…mirá si después que nos achuraba no encontraba la plata…
—El que me dio un poco de pena fue el pelado ¿parecía buen tipo?
—¿Buen tipo? El que le vendía esa sustancia venenosa que no se nota en la comida…un hijo de puta, tenía que morir con su propio veneno. Bueno otra opción hubiese sido invitarlo a una cacería de jabalíes…ja,ja,ja.
—Sí, es verdad.
—Decime ¿nos queda todavía salame, queso y pan? Tendríamos que ir al pueblo a buscar provisiones para bastante tiempo …¿o pensás comer la exquisita comida orgánica y bien casera que ofrece la hostería?
—Prefiero morir de inanición…mirá lo que te digo…
—¿Sabés que estoy pensando? que en el pueblo podríamos comprar dos o tres cuchillas grandes, para tener de reserva…
Alejandro y Marisa se sentían satisfechos con su obra. Habían desbaratado los planes nefastos de la vieja y su ayudante, un joven con ciertas dificultades mentales y motoras y habían castigado al proveedor de veneno.
Ambos pensaban que les encantaría alargar su estadía en ese lugar rodeado de una naturaleza exhuberante donde podrían iniciar una nueva vida lejos del caos y la violencia urbana.
—Marisa, vení, vení, pararon dos autos. Están llegando nuestros huéspedes.
—¡Bienvenidos! ¡Adelante! ¿Conocen el lugar?
—Sí, nuestra tía falleció hace muy poco, estamos tan apenados.Ella amaba esta hostería.
—La única restricción aquí es no acercarse al granero, por seguridad. Tenemos algunos animales salvajes en cautiverio.
—El pago de la estadía es en efectivo y por adelantado.
—La cacería se organiza todos los días y está a cargo de mi esposo Alejandro. Él les proveerá las armas.
—En dos horas podrán disfrutar de nuestro almuerzo en la galería con vista al cerro.
—Les deseamos que éstas sean sus mejores vacaciones, en la “Hostería soñada”

El otro escenario

de Cremer, Lilia.

 

—¡Azucena! ¡Otra vez tildada con la computadora…!—su grito en mi oído me hizo saltar de la silla—.¿Qué son esas imágenes? Que yo sepa acá exportamos tuercas y tornillos, no bailarinas clásicas…
Otra vez me había sorprendido. La señorita Eugenia Soler, jefa de personal.
Profesión: harpía.
No supe qué contestar. Atiné a balbucear una excusa, que por supuesto no creyó.Luego le dije sonriendo nerviosamente: mi nombre es Maia, Azucena es el segundo.
—No se vaya por las ramas Ferreyra,… y póngase a trabajar de una vez.
Volví contra mi voluntad a las tuercas y tornillos, pero era inevitable volar a mis clases de ballet. Pensaba todo el tiempo en la Gala. Sería mi primera presentación en un teatro.
La chaqueta azul marino me apretaba y la camisa cuello Mao me ahogaba.Todo en esa oficina me afixiaba.
Para Giselle usaría las ropas campesinas en tonos otoñales. La escenografía me fascinaba. El bosque, el pantano, el paisaje bucólico de la puesta. Repasaba mentalmente los movimientos. Ojalá la jefa me permitiera salir antes el viernes para el ensayo general, pensaba. ¡Qué música, qué historia: romántica y tan triste a la vez!
—Ferreyra, cuando termine el stock, prepare estos costos. Antes de retirarse deben quedar listos para entregarlos al ingeniero Mayorga.¿Entendió?
—Sí, señorita Eugenia, entendí.
¡Cómo recordaba a Maia Plitzeskaia! Su gloriosa Giselle. ¡Inolvidable! A ver, a ver seguro que en You Tube está.
—Che, Maia, estás re colgada con lo del baile ¿no? —era el estúpido de Farías, bruto, analfabeto, decirle baile despectivamente a algo tan sublime como el ballet. Por suerte me quedaba poco tiempo para juntar la plata que precisaba para terminar el profesorado. Después ¡chau! ¡adiós! ¡si te he visto, no me acuerdo!
¡Ah! Acá está. Giselle con Margot Fontayn ¿y el partenaire? ¿Rudolf Nureyev?
—¡¡¡Ferreyra!!!¡¡¡Ferreyra!!! Mi paciencia tiene un límite…No me provoque…
— Voy terminando señorita Eugenia…—había podido salir rápidamente de la pantalla donde tenía las imágenes más maravillosas de una Gala en Londres. El corazón me estallaba de placer.
—Chau, Maia ¿te falta mucho? ¿Querés que te espere? —era Victoria, mi mejor compañera de la oficina.
—¿Qué hora es?—le pregunté sorprendida.
—Y… deben de ser las seis y algo, ya se fueron todos. Está la Soler con Mayorga y el jefe en la oficina de personal.
—¡Nooo, me muero, no terminé lo que me pidió…tengo que explicarle y pedirle permiso para mañana… ¡Ay! Dios mío, deseame suerte Vicky.

—¿Pero cómo se le ocurre Ferreyra? ¿Usted tiene idea del desastre que es como empleada? Y encima pide permiso para retirarse antes para ir a bailar …no sé qué cosa. ¡Usted es una irresponsable total! Ya estamos tomando medidas drásticas, acá con el jefe y el ingeniero…
¡¡¡Ferreyra!!! ¿Qué hace? ¿Se volvió loca? ¡Vuelva acá! ¡Ferreyra!

Los guardias de la Empresa vieron con ojos desorbitados cómo la empleada Maia Azucena Ferreyra volaba por las escaleras y caía como en un Grand Jeté en el piso de la planta baja en el que se veían algunos objetos diseminados: un bolso, un par de zapatillas de punta, unas polainas de lana y una malla de danza.

Una leyenda urbana
La flor del cactus

de Cremer, Lilia.

 

 

Raúl sostuvo unos instantes en sus brazos, el cuerpo inerte de Laura envuelto en su suave bata color rosa. Lo aprisionó contra su pecho y entonces lloró y lloró, sin consuelo, hasta caer de rodillas y perder el sentido.

Había llegado temprano a casa. Después de la ausencia de Laura, quería más que nunca verla, estar con ella y disfrutar de esa cena íntima de aniversario de casados.
Ella resultó la mujer justa, bella por fuera y por dentro. Se sentía feliz, completo, había conseguido al fin una esposa, amante, compañera, socia, en la vida que desde hacía un año habían iniciado juntos.
Ese día el regalo debía ser especial. Para su colección de cactus, una especie rara, exótica, casi en extinción, que la florista le había conseguido.

¡La florista! Extraña muchacha. Raúl recordaba el día en que apareció atendiendo el kiosco de la esquina, diciendo que sus padres ¿sus padres?, los ancianos que durante años fueron los floristas, habían muerto. Nadie, en el barrio, creyó que esa chica tan joven, fuese la hija de los viejitos.
Extraña, muy extraña. Tan flaca, tan blanca, casi transparente, con las líneas azules de un mapa corporal trazado con sus venas.
De mirada penetrante y profunda, como un imán que hipnotizaba y transportaba a recónditas zonas de la mente.
Raúl, evitaba el contacto visual, desde el día en que sintió esa rara sensación de captura y dominación a través de sus ojos.
Trataba también de tomar distancia al recibir la mercadería que compraba, el roce con esas manos níveas y heladas lo habían hecho estremecer.

—Con mi mujer dejamos de comprarle, con los viejos era otra cosa. Esta mina está chiflada, parece un fantasma, mi mujer le dice “la bruja”,—comentaba el colorado Espoltore, su vecino.
Raúl tenía sentimientos encontrados. A la vez que le producía rechazo, la encontraba como desvalida. Su trato era amable, servicial, hasta sumiso a veces.
—Pídame lo que quiera Raúl, que yo se lo consigo,— le repetía cada vez que él pasaba por el kiosco.
Raúl le había encargado un cactus diferente, algo que sorprendiera realmente a Laura y ella lo tomó como un desafío.
Durante diez días era para Melina, que así decía llamarse, un tema recurrente.
—Ya me estoy ocupando, Raúl. Ni se imagina lo que le voy a traer para su mujer,— repetía cada mañana que él cruzaba por la esquina.
—Gracias, Melina, no lo necesito con apuro, Laura está de viaje, —respondía con fastidio.
—¡Cómo viaja! ¿eh? Siempre la veo salir con valijas. La vienen a buscar con autos muy lujosos…
Melina no perdía detalle del movimiento del vecindario.
—Sí, está invitada a muchos congresos, es su trabajo ¿viste?
—Yo, si fuese ella no dejaría a mi maridito sólo tanto tiempo,— contestaba ella buscando la mirada de Raúl que seguía caminado, sin detenerse y con la cabeza gacha.
Comenzó a molestarle la intromisión y ese tonito que le daba a sus comentarios fuera de lugar. El colmo fue cuando una mañana, oyó el timbre de su casa y era Melina, irreconocible, con una vestimenta inusual en ella: vestido ajustado al cuerpo, en lugar de la habitual camisola negra hasta la rodilla, y zapatos de taco alto. Se había recogido su pelo negro desgreñado, que siempre llevaba suelo y sus labios brillaban delineados groseramente con rouge. Esa imagen tan patética provocó el asombro descontrolado de Raúl, por su aspecto y además por lo inesperado de su aparición.
—¿Qué hacés acá Melina? —le dijo ofuscado, en pijama y con la brocha de afeitar en una mano.
—Pensé que podía prepararle el desayuno,— contestó ella, apoyándose en el marco de la puerta mientras ponía una mano en el hombro de él.
Raúl se apartó bruscamente.
— Ya desayuné,— mintió,— se me hace tarde, volvé al kiosco —y cerró de un golpe la puerta.
Al llegar al trabajo se encerró en su oficina con el pelado Bermejo, su amigo y compañero y con una perturbadora mezcla de sensaciones, le relató lo vivido con Melina.
—¡Esa mina está caliente con vos Raúl! ¿Cómo no te diste cuenta?
El pelado parecía tener re clara la situación y no paraba de reírse.
Raúl no podía pensar.
—No, estás loco, puede ser mi hija… —dijo por lo bajo.
—¡Pero no lo es, hermano, pensá, pensá! —repetía Bermejo.—Analizá los hechos, está muerta con vos.
Finalmente viendo la expresión preocupada y desconcertada de Raúl, agregó.
—Si no querés tener problemas, sacátela de encima lo antes posible.
Raúl quedó más inquieto y nervioso que antes, después de la charla con su amigo. Esperaría a tener el cactus para Laura y después ¡chau! cortaría todo trato.
Al volver a su casa esa noche, mucho más tarde de lo habitual porque, con Bermejo siguieron con el tema al salir de la oficina, vio luz en el kiosco , cosa infrecuente. Mientras se iba acercando divisó a Melina parada en medio de la vereda como cerrándole el paso. Pensó en dar media vuelta y salir corriendo “¡Qué chiquilín!” —se dijo— “a mi edad, tenerle miedo a esta piba”.
—Hola, Melina, —susurró por lo bajo y pasó rápidamente a su lado en dirección a la casa.
—¡Raúl! ¡Raúl! Esperá—ella lo tuteó y corrió hasta alcanzarlo.
—Disculpá por lo de esta mañana…
—Está bien, no pasa nada, —respondió él incómodo, sin mirarla.
—Quiero mostrarte algunos cactus, para que elijas el que te parezca más llamativo para Laura.
Raúl no sabía que contestar. ¿Era una trampa? ¿Y si era verdad y el pelado era un malpensado?
—Bueno, mañana a la mañana los miro —contestó llegando ya a la puerta de su casa.
—No, no— dijo Melina, firmemente— tiene que ser ahora, porque tengo que devolver los que no quieras. Son especies muy raras y carísimas que me prestaron en el vivero.
Raúl se sentía acorralado, por un lado rechazaba la idea de estar un minuto más con esa, no sólo extraña, sino sospechosa mujer y por otro quería el regalo para Laura.
Se acercaron lentamente al puesto de flores, las puertas laterales estaban plegadas, la luz iluminaba apenas el pequeño reducto donde se amontonaban algunos jarrones con flores. Melina se introdujo en el estrecho espacio diciendo: Vení, entrá que te voy mostrando.
—Pero, ¿dónde están los cactus? —exclamó Raúl al observar que sólo había unas flores mustias.
—Confiá en mí. Dale, pasá, pasá ¡no te voy a comer!
Melina se le había acercado demasiado, podía sentir su respiración y su penetrante perfume que lo mareaba y le quitaba el aliento.
—Estoy cansado, quiero irme a mi casa, te pido que te apures, —balbuceó Raúl.
Se sentía envuelto en una atmósfera que lo ahogaba. Le faltaban las fuerzas.
—Cerrá los ojos y no los abras hasta que yo te diga,— le ordenó Melina apoyando sus frías y húmedas manos sobre los párpados de él.
Raúl obedeció, Melina le iba mandando imágenes de distintas variedades de cactus que él no podía explicar de dónde salían.
Fueron más de diez especies que como en una nebulosa Raúl iba viendo sin abrir los ojos. Se sentía flotar entre vahos y esencias penetrantes. Como en sueños veía el rostro patético de Melina muy, muy cerca del suyo.
—¿Y? ¿Cuál elegís?— le dijo de repente destapando sus ojos.
—El de flores grandes rojas,— contestó Raúl como un autómata.
Su mente estaba aturdida.
—¡Listo! —gritó Melina— podés irte.

Salió tambaleando del diminuto cuartucho y como borracho llegó a su casa y se tiró en la cama.
A la mañana siguiente necesito reforzar el café para poder despabilarse. No sabía si lo sucedido con Melina había sido un mal sueño o un suceso real muy desagradable.
“Por suerte mañana vuelve Laura”, pensó.
Salió de su casa y desde lejos vio a Melina, parada en la vereda del kiosco mirándolo.
—¿Cómo dormiste? — le pregunto risueña cuando Raúl se acercaba.
Él no contestó a su pregunta, sino secamente le dijo: Preparame el cactus para regalo, a la vuelta te lo pago y me lo llevo.
—Ok, comprendido, mi amor, —exclamó Melina, acomodándose una enorme flor que se había puesto en el pelo, sujeta a un pañuelo floreado.
Raúl hizo como que no había oído, pero oyó. El pelado estaba en lo cierto. Esa mina era un peligro.
Al día siguiente, antes de irse trabajar dejaría el regalo en la mesita donde Laura exhibía su colección. Le pondría una tarjeta:

Para la más bella de las mujeres,
la más bella flor.
Con todo mi amor
Raúl
(las flores están por abrir)

Cuando la policía llegó, sólo encontró a Raúl abrazado a una suave bata color rosa, sobre la que había caído, extrañamente, un exótico cactus de enormes espinas y maravillosas flores rojas.