La Rumana

de Doyle, Liliana S.

 

¡¡¡ Pucha, qué linda era la Rumana!!!

Ella tendría en ese entonces unos treinta y cinco años y era mi vecina. Rubia, alta, delgada, de ojos celestes, con unos pechos redondos y grandes y unas caderas que se columpiaban al pasar por la calle.

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Siempre llueven flores en Manantiales

 

Primer Premio en el IV Concurso de la
Reunión de Escritores Independientes
de la Municipalidad de Avellaneda (2007).

 

«Si la flor cubre la tierra
y las señas están claras
y en el mundo no hay dolor
te iré a ver, amor»
Cecilia Meirelles

 

Siempre llueven flores en Manantiales. Abril inunda sus calles con margaritas blancas y gardenias, desde mayo hasta junio caen azahares y tulipanes rojos, y hasta septiembre todo el pueblo se anega de lirios, claveles y hortensias. Con la primavera bajan del cielo rosas rojas y tulipanes amarillos, y es un verdadero deleite ver planear sus pétalos entre los techos y las paredes de las casas de madera hasta diciembre.

Pero con el estío el cielo enmudece; la vida sufre el letargo de un calor aplastante y no quedan señales de las lluvias floridas, sólo los cardos, matas y espinos sobrellevan la sequedad que hiere el suelo.

Fue en ese tiempo que llegó a Manantiales el extranjero; era enero, entre las nubes se asomaba un sol intenso y el río mostraba sin pudor su cauce viejo. Tenía una figura larga y una sombra esbelta, y caminaba sin tocar el piso, casi a los saltos entre el barro seco y las cenizas del mediodía. Su paso por las calles de la siesta fue una leve brisa que los vecinos contemplaron con indiferencia, quizás porque sólo un demente vendría al pueblo en su peor momento, pero Azucena, la posadera que le dio albergue, intuyó que aquel hombre les quitaría el sueño.

“Vengo de tantos lugares que ya perdí la cuenta”, le contestó cuando ella quiso tirarle de la lengua, y la mujer supo que en realidad no venía de ningún sitio_ pero qué importancia tenía si al fin y al cabo Manantiales era uno de ellos.

En esos días recrudeció el calor, acompañado de una tórrida ventisca que obligó a cerrar las ventanas y a bajar las celosías. El interior de las casas se tornó imposible y no se discernía si el viento era una bendición o un castigo.

“Es una paradoja”, afirmó el extranjero desde la hamaca que lo ceñía como la red de un pescador. Azucena lo contempló por tantos instantes como le fue posible y sin siquiera saber qué quería decir con lo que le decía se sintió invadida, presa de una emoción que apenas sentía cuando caían las rosas rojas en cada primavera. Y con esa urgencia de las emociones nuevas trató de elegirle un nombre entre los siete nombres y los siete apellidos que él había anotado en el registro. Sin quererlo, quizás por instinto, recordó que su amiga Violeta, la repostera que preparaba dulces con las flores llovidas, le había advertido que los hombres hablaban difícil cuando querían que las mujeres les fueran fáciles; y entonces se le plantó de frente y le lanzó una andanada de reproches, de los que se arrepentiría ése y los siguientes días, todos los días de su vida. Él ni siquiera dijo esta boca es mía.

“Para qué andar espantando a los hombres con un marido muerto y una viudez perpetua; si en este pueblo si no fuera por las flores ninguna de nosotras sabría distinguir un bostezo de un suspiro”, le dijo Begonia, la vecina, después de escucharla a través del muro donde había apoyado el oído.

Nada volvió a ser lo mismo para Azucena, aunque el forastero no se dio por aludido. Él iba y venía por el pueblo ajeno a tanto protagonismo y a veces se detenía a mirar la tierra sentándose en cuclillas, acercándose a las grietas y surcos que recorrían los arriates como heridas antiguas, hundiendo sus manos en la arena gruesa que el polvo vestía de turba y arcilla.

Los vecinos comenzaron a murmurar que al forastero se le había calentado el juicio, y Azucena, que sabía de las murmuraciones porque todo lo de aquel hombre le concernía, un día de fin de enero juntó ánimo y le preguntó qué esperaba encontrar con esas poses tan ridículas.

“Busco un paradigma”, le respondió él con esa voz de hornacina que a ella la horneaba viva. No inquirió qué era un paradigma porque su esposo, antes de morirse abrazado a la única anémona que cayó del cielo, le había dicho que Manantiales era un paradigma de belleza estéril, y ella entendió entonces que la palabra escondía una comparación difícil y quizás por ello interpretó ahora que él buscaba un imposible. Herida por la revelación, se fue a llorar a escondidas detrás de unos abrojos cubiertos de babosas y caracoles en lo que podía ser jardín y ni siquiera llegaba a ser baldío. Y así llorando la vio Magnolia, la sibilina, y sin darle tiempo a que se escurriera las lágrimas le advirtió: “Se le va a ir tal como vino si usted no se aviva”. Al escucharla, Azucena tuvo la sensación de que el mundo ya estaba antiguo.

Cuando comenzó febrero el aire trajo una marea de insectos de alas invisibles, los mismos que antes merodeaban por el río y en este tiempo de sequía parecían perdidos; y como en Manantiales hacía una eternidad que no había agua llovida, el presagio de un aguacero se convirtió en certidumbre con las primeras gotas que arrojaron las nubes aún blanquísimas. La posadera tuvo entonces la certeza de que el mundo viejo se moría.

Pronto el goteo se convirtió en llovizna, y cuando el chispeo tomó impulso se hizo chubasco, chaparrón, tormenta y tempestad por seis días corridos, tiempo más que suficiente para que Azucena le preguntara en la clausura del albergue por qué se llamaba Cayetano Santiago Florentino Pedro Fernando Mauricio Melquíades, y Delaura Nasar Ariza Páramo Vidal Olmos Babilonia.

“Es que mi madre no sabía qué padre elegirme entre los hombres que quisieron hacerle un hijo, así que me puso todos los nombres y apellidos que recordaba con excepción de uno, al que siempre llamó Melquíades”.

Desde ese momento él también fue para ella Melquíades.

Sin embargo, en los días que duró el diluvio la posadera y el extranjero se rehuyeron como niños; ella porque no entendía qué cambios en el cuerpo le provocaba la presencia de Melquíades_ ese recuperar su silueta más fina, el insomnio, los dolores en el cuello, la sed de las caderas y el cosquilleo indefinido_; él porque sin planes a la vista ahora caía en la cuenta de que nunca había planeado su vida_ y menos aún sabría qué hacer con el universo que la mujer le proponía. Ninguno de los dos pensaba todavía en la posibilidad de que el tiempo les quedara chico o tal vez ninguno de los dos vislumbraba que el tiempo era ahora mismo.

De la inclemencia a Azucena le quedó la sensación vacía de que se trataba de una parábola, como le dijo Melquíades cuando el goteo se hizo chirlo. Y esta vez no hizo ningún comentario porque la lluvia de agua era más triste que la de flores y más insípida que sus propias lágrimas.

 

La borrasca dejó a todos boquiabiertos y empapados, hablando con gorgoteos y maldiciendo entre burbujas; pero Manantiales no se inundó porque la tierra se sació de humedad hasta quedar encinta, y con una fecundidad desconocida el séptimo día empezó a parir maleza verde y brotes de vegetales que nadie conocía. Sólo el extranjero mostraba alegría entre tantas caras confundidas. “Esto no tiene parangón”, le dijo alborozado a la posadera cuando ella quiso saber de qué se reía. Y era cierto, porque después de la lluvia comenzaría a crecer desde abajo lo que siempre cayó desde arriba. Pero Azucena se quedó en ascuas y mirándolo como a una aparición, quizás porque nunca antes lo había visto reírse, o tal vez porque el hombre se le acercó demasiado y pudo sentir su aliento como otra piel que le nacía en la que ya tenía. Para sacarla del trance en el que ambos sucumbirían si ella seguía encendida y porque sol invitaba a mirar más allá de donde llegaba la vista, Melquíades le propuso mostrarle lo que estaba creciendo en el limo, que si bien no eran más que varas, brozas y retoños para él se veían como plantas maduras, y así le nombró los pensamientos morados que se confundían con las camelias rosadas en algún lugar del légamo para ella invisible; y la violácea lavanda y el ciruelo blanco en otro sitio igualmente imperceptible; y el junquillo amarillo y la magnolia púrpura en un punto que sólo él distinguía; y las azaleas lilas y el jazmín de los poetas en un rincón donde ella apenas veía mantillo.

“¿Cómo hace para ver lo que no existe?, lo interrumpió Azucena sin sacarle los ojos de encima. Él podría haber contestado que lo imaginaba o lo creía, ya que ambas acciones no  dependen de lo visible, o quizás que lo deseaba, aunque el deseo obedece más a los sentidos, o tal vez que lo intuía, aún cuando ese vislumbre no era fácilmente transmisible; o podría haberle mostrado sin más rodeos las semilla que todavía se batían en los bolsillos de su pantalón y confesarle que las había desperdigado por todo Manantiales como sueños. Pero en cambio prefirió decirle que así lo sentía, sin darse cuenta de que ésa era la palabra que ella esperaba para abrirse y estrenarse ante su vista con el blanco y verde de sus pétalos de azucena florecida. Y aunque mucho se preguntara qué era lo que en realidad le había dicho_ y quizás porque difícilmente podría entender que a ella sus palabras se le hundían como raíces_, en ese momento quedó embriagado por la fragancia acre y dulce que la mujer le ofrecía. Mareado y tentado por su silueta de lirio del Cantar de los Cantares, la atrajo hacia sí y la tomó de la cintura como si acariciara sus hojas y le besó la boca como si besara sus pétalos; y porque todas las ataduras se les escurrieron cuando se encontraban desnudos y enfebrecidos, él fue estambre y ella fue estigma hasta las primeras sombras de ese día. Y atrás quedaron las azarosas vidas que ambos habían tejido para esconderse de ellos mismos.

Con la penumbra apareció entre los senos de la mujer que dormía a su lado la tímida flor que algunos llaman lilium longiflorum y otros as-susana, y Melquíades supo entonces algo de todo lo que no sabía de esta vida, que era tanto y tan vasto que más le valía no andar preguntándose por qué en Manantiales llovían flores nueve meses seguidos y en el verano no quedaban ni frutos ni semillas, y menos aún por qué el poeta había escrito:

“… el alma
de palabras vacante, y este cuerpo sombrío
tarde sucumben al silencio del estío”

Así que cuando se dio cuenta de que la mujer y el capullo eran lo mismo, una azucena llovida y una mujer florecida, ya no tuvo prisa para irse o volver a ningún sitio.

 

 

 

Una noche en Magdala

 

Primer premio en el Concurso por los 30 años de la
Seccional Surbonaerense de la SADE (Avellaneda, 2007).

 

Aunque la tarde se moría como un mal presagio, Josías sonreía recordando la cara regordeta y ociosa de su hermano Horacio. Gozaba haciendo sufrir a esa masa forrada de carne y grasa, se relamía pensando en su ira comprimida y disfrutaba con su impotencia. Tal vez esa mañana el hermano lo hubiera matado, por qué no, había sido la gota que restaba para completar la tinaja y no hacía falta nada más para que aquel guiñapo de odios y rencores le retorciera el pescuezo hasta estrangularlo. Pero no, el muy ladino sólo atinó a mirarlo con ojos inflamados y, como un lobo manso, se puso al lado del padre. Pobre viejo, pensó Josías, siempre tuvo que interponerse entre su herencia y la de mi madre. El hijo mayor, Horacio, llevaba el rigor paterno en la sangre, su meta era engordar el ganado y su ambición era el dinero contante y sonante; en cambio él, el hijo menor, ¡ah! ¡cómo le habré recordado a mi madre cuando vagaba sin importarme una oveja menos de las tantas que entraban a los corrales! Josías volvió a sonreír y esta vez alzó la vista y contempló el cielo negro que parecía a punto de desplomarse sobre su cabeza. Azuzó al caballo que tiraba del ligero carro y maldijo la mala suerte que le ocultaba una luna clara que lo guiara.  Aún así, la ciudad lo esperaba.

Antes de entrar en Magdala se palpó las faltriqueras repletas de dinero, comprobó si había escondido bien en las alforjas los giros que le había firmado el padre y le siguió pegando al pobre caballo cansado. Esa mañana se había alzado, en efectivo y en promesas de pago, con todo lo que le hubiera tocado a la muerte del viejo. Creyó que era lo suficiente para olvidarse que era un desgraciado. Nunca calculó que no era lo bastante.

La incipiente ciudad era un brumoso caserío mal iluminado. Josías enfiló hacia una taberna y dentro de la oscuridad del tenderete se desplomó sobre una mesa. Alguien le trajo vino y pan con tortilla de vegetales. Antes de que terminara de comer, sintió el asedio de una joven prostituta. Era una linda mujer de cabellos largos y cintura cimbreante, algo tosca y muy vivaracha. La invitó a beber y cometió el mismo error que cometen todos los borrachos: habló demasiado. De la mujer sólo supo que se llamaba María. Parecía insaciable. Ella escuchó su historia entrecortada: Cuando murió mi mamá, el viejo y mi hermano se hicieron inseparables. Él era la única esperanza y yo, el que no servía para nada. Los dos me lo dieron a entender hasta el hartazgo, y me hicieron la vida tan agria que ya no importaba si trabajaba, si me atragantaba de comida o si bebía hasta desmayarme. Cualquier sirviente valía más que yo en esa casa. Ellos me enseñaron a odiarla.

Después de media botella, el mundo le pareció más fácil.

María lo condujo a un cuarto sin ventanas y le preguntó si tenía con qué pagarle. Josías le mostró las incontables monedas que le había dado el padre:

Esto y unas órdenes de pago para cobrar en Egipto son mi herencia anticipada. Se la pedí al viejo cuando ya no aguanté más que mi hermano me despreciara y mi papá estuviera siempre entre ambos. ¿Para qué?, ¡si ese gordo infame y avaro sólo tiene fuerzas para levantar los sacos de plata que junta en las subastas de animales!

Tuvieron tanto sexo que María se creyó con derecho a saber dónde iría y qué haría con la fortuna que llevaba encima. Josías fue sincero: Me voy adonde pueda gastarla. La mujer lo dejó dormir hasta que se saciara de sueño. No le quitó un céntimo más de lo que prometió cobrarle.

Cinco años después, Magdala había adquirido el carácter de una ciudad pujante, pero aún le faltaba la fisonomía entusiasta del progreso; eso lo notó Josías al regresar a sus calles. Por instinto, se dirigió a la misma taberna de aquella primera noche de su viaje y preguntó por la mujer. El tabernero no era el mismo y él no inspiraba confianza. Sucio, andrajoso y flaco como una estaca, parecía un mendigo pasado de hambre. Antes de echarlo a patadas, el hombre quiso saber por qué preguntaba por María, y Josías le contó lo poco que podía contarle. El tabernero se rió con ganas: Hace bastante tiempo que se fue; ahora está cambiada y sigue a un predicador que hace milagros. Algunos abonados que languidecían en los rincones de mofaron de Josías y comenzaron a insultarlo, y como el asunto pintaba mal, el tabernero le preguntó si quería comer afuera con los chanchos, así mientras tanto se los cuidaba. Dijo que sí porque ya no le quedaba dinero para gastar.

Los cerdos comían las sobras de la cantina y él lo que les sobraba a los animales; eran tan sucios que a veces le costaba distinguir entre la comida y los excrementos. Después de todo, tampoco pude distinguir entre lo que fui y lo que soy ahora. En cinco años dilapidó hasta la salud y ahora sólo deseaba estar muerto. Pero la muerte no es un premio que llega como una tiara y siempre quedan cosas por hacer antes de enfrentarla. Eso lo supo cuando la vio a María con su nuevo aspecto de viuda devota. Ella no lo reconoció y parecía lógico que así fuera: él podía ser uno más de los tantos que, hacía ya muchos años, atendió por dinero, y prefirió evitarlo. Él insistió hasta que la mujer tuvo que hablarle.

Josías le recordó aquella noche en Magdala cuando él le contó su historia y ella lo amó hasta agotarlo. ¿Cómo puedo acordarme de tantas caras y de tantos pecados?, mintió María. Hubiera podido agregar que estaba en la ciudad por pura casualidad y que no tenía pensado encontrarlo, pero calló para no seguir mintiendo.  Dos palabras, nada más, le había dicho el rabí que la envió.

Josías seguía hablando y ella trataba de encontrar esas dos palabras que pudieran salvarlo. Pasaron algunos minutos interminables.

Tu padre, dijo al fin, interrumpiendo al pordiosero que ya no entendía si estaba frente a una penitente o una loca. ¿Qué pasa con mi padre, mujer, qué pasa?, se quedó vociferando Josías hasta ahogarse en lágrimas.

María ya era un punto que cruzaba las murallas de Magdala; en las afueras, el hombre que había inventado la historia del hijo pródigo la esperaba ansiosa, amorosamente.

 

La fiesta de Mailín

de Doyle, Liliana S.

 

¡Mailín!… ¡Mailín!  Palabra que resuena como el repique de una campana.  Tintineo de la fe en medio de un villorio dormido, entre la tierra reseca y polvorienta, agrietada y con sed.

Nombre que tiene ecos de alegría y de música, con ritmo de chacarera, entre los algarrobos y los mistoles.

¡Mailín!__ gritan los vientos.  ¡Mailín!  Badajo de la esperanza…

“Mailín” quiere decir “Río Seco”.  Quién sabe cuándo se secó ese río que dio su nombre al pueblo.  Lo único que quedó de él fueron dos charcos de agua sucia que no alcanzan ni siquiera para calmar la sed de los habitantes del caserío.

Una plaza.  Una iglesia.  Cuatro casas locas desparramadas alrededor de la plaza.  Tierra seca, árida.  Ranchos de adobe y con techo de paja, donde se crían las vinchucas portadoras del Mal de Chagas, el terrible mal que ataca el corazón, que no sabe cuándo dirá basta.  Santiago del Estero es la provincia argentina que más sufre de este mal, que allí es endémico.

Mailín está cerca de Añatuya y, cuando llegan los peregrinos, los camiones hidrantes parten de esa localidad para abastecer de agua a la multitud que llega para la Fiesta del Señor de los Milagros de Mailín, el Cristo del Algarrobo.  Más o menos 250.000 promesantes de todo el país estuvieron presentes allí para la Fiesta Grande, el Gran Mailín, el 28 de mayo del año pasado, 2005.

En septiembre, se celebra la Fiesta Chica, el Pequeño Mailín.

En esos momentos, en esas fiestas, algo mágico puede suceder: testimonios de fe, peregrinos, promesantes, misas…  El Señor de los Milagros toca los corazones, que reciben un don inolvidable…  Único…  Específico…  El que cada uno pide en silencio y con fe…

Los peregrinos recorren los caminos de la villa mientras suena el ritmo de las chacareras.  La Feria de Artesanos (gente que llega de todos los rincones del país, y aún desde la lejana África), despliega toda clase de objetos: artesanías en cuero, metal, algarrobo.  Comidas regionales.  Parques de diversiones inflables, para no olvidar a los más chicos.  Aunque, en verdad, son pocos los pequeños que están presentes en la fiesta.  Mayoría de jóvenes, gente madura, y ancianos.  Ojos oscuros.  Palabras en quichua que presiden la plaza, escritas en el arco sobre el que se adora al Crucifijo, presentes en las misas y en la bendición a los fieles: ANAJMANTA TUCUITA NOCKA MANAPA MUSAJ (Desde lo alto todo lo atraeré a mí).

El Señor de los Milagros de Mailín apareció dentro del tronco de un algarrobo solitario, alrededor de 1760.  Quizás, en esa época, la zona fuera fértil, antes de que los españoles talaran los bosques de caldén que cubrían la provincia de Santiago del Estero.  El caldén, la riqueza de la tierra, que se volvió árida luego del despojo llevado a cabo por la avaricia de los conquistadores.

En ese año de 1760, el capataz de una estancia veía, por las noches, una luz, en un algarrobo solitario.  Cuando al fin se atrevió a aproximarse para ver qué pasaba, encontró, dentro del tronco, un antiguo y simple crucifijo de madera pintada, con la imagen de Jesús colgado de la cruz.  Quizás, una reliquia abandonada por los jesuitas, y colocada allí para ponerla al resguardo de los indios salvajes, cuando los primeros fueron expulsados de las tierras de América por un edicto real.

La imagen del Cristo pertenecería a la Escuela de Potosí, o del Alto Perú, por la forma en que está pintada.  Es una imagen sencilla, sin artificios.  A los pies de la cruz se observa una calavera, supongo que representando que Jesús venció a la muerte con su Resurrección.

El capataz, al encontrar el crucifijo, lo llevó a su rancho, donde le rindió adoración.  Pronto se corrió la voz de su hallazgo, y los indios de los alrededores acudían a rendirle homenaje y a pedir por sus intenciones.

Los milagros se fueron multiplicando, y la fama del Cristo Peregrino, como también lo llamaron, creció hasta llegar a los oídos del Obispo de Santiago del Estero.  Este quiso llevar la imagen a la capital pero, cuando fueron a trasladarla, todos los fieles del lugar, encabezados por el capataz, y apoyados por el dueño de la estancia y su esposa, se negaron, defendiéndose con sus armas.

A pesar de haber sido excomulgados por el Obispo, los patrones de la estancia no cedieron.  En la humilde casa del capataz se fueron multiplicando las ofrendas, hasta que al fin los estancieros donaron parte de sus tierras para que se edificara el pueblo.

Con el dinero recaudado por las ofrendas se construyó la iglesia del lugar, donde se guardan reliquias sagradas y se protege al Cristo durante el año.  Solamente se lo saca de allí para exponerlo a la adoración de los fieles, en la plaza central, protegido por una caja de cristal que tocan los promesantes al pedir su ruego silencioso.

En el algarrobo de la aparición hay una copia del Crucifijo, y la gente lleva distintos objetos, todo lo que se quiere que se bendiga (desde estampitas, hasta camperas o bebés), para que los ayudantes voluntarios que trabajan en la fiesta puedan colocar los mismos en el interior del hueco del árbol sagrado, donde serán santificados para siempre.

 

Todo esto es lo que vi, lo que aprendí desde que empecé a ir, hace años, y lo que viví en mi última visita, el año pasado.

Ahora siento la necesidad de dar testimonio con mi propia historia.

Yo no sabía de qué se trataba esta peregrinación, pero mis padres son vecinos de unos santiagueños y, cuando empezó mi problema, ellos les dijeron que me llevaran allí para pedir por mi salud.

A raíz de un shock emocional muy fuerte, empecé a perder el pelo irremediablemente.  Se me caía por mechones.  Los médicos decían que estaba todo bien.  Yo estaba sana.  Todos los análisis daban perfectamente, pero no había loción, crema o champú que sirviera para que mi cabello creciera de nuevo.

Ya me había resignado a estar pelada para toda la vida, y mis padres me habían comprado una peluca de pelo natural, igual al mío, cuando los vecinos les comentaron del Señor de los Milagros.

__ ¿Por qué no llevan a la nena a Mailín?__ les dijeron__ Allí todo puede pasar.  El Cristo Peregrino es muy poderoso.

Y así lo hicimos.  Fuimos los tres, mis padres y yo, en un micro escolar, con pocas esperanzas, mirando todo como si fuera un carnaval, ya que la fe nos había abandonado desde hacía mucho tiempo…

Yo tendría unos once años, y todos me mimaban porque era la mascota de la expedición.

La Señora que era la líder del grupo nos instó a todos a presentar nuestro testimonio, al llegar a Mailín.  Así, una señora contó que había ido el año anterior para pedir por la salud de una amiga enferma, y cómo, al hacer la cola de los promesantes y llegar ante el Señor de los Milagros, fue sufriendo en carne propia los mismos síntomas de parálisis de su amiga, lo que dejó de sentir ni bien hubo llegado a la imagen y puesto sus manos sobre la caja de cristal.  También relató cómo, después de la Misa Carismática, en que levantó ambas manos para recibir la bendición de los sacerdotes, cuando fue a lavar los platos, al día siguiente, sintió las yemas de los dedos más sensibles al agua caliente.

Otra señora había ido a pedir por su prima enferma de cáncer.  Ya estaba desahuciada y, sin embargo, vivó un año más y pudo estar presente en el casamiento de su hijo y en la graduación de su hija.

Una a una, como las cuentas de un rosario, las historias se fueron enhebrando, una después de la otra, mientras llegábamos al desvío de la ruta, a la entrada de la villa.

Faltaban dos kilómetros para llegar allí, y muchos descendieron del vehículo para ir caminando hasta Mailín, mostrando así su devoción con su sacrificio.

Cuando nosotros llegamos con el micro, dejamos nuestros bolsos y fuimos a hacer la cola para adorar la imagen.  Al tocar la caja de cristal, sentí una energía nueva que me invadía el cuerpo, y paz, mucha paz…

Mis padres lloraron de emoción y esperanza…

Volvimos a nuestra casa.  Al mes, ya una pelusa castaña empezó a aparecer en mi cabeza.  Al año, ya tenía un cabello corto y nuevo.  Es por eso que vuelvo todos los años, para agradecer el favor concedido.  Ahora me toca a mí dar mi propio testimonio.

El año pasado fui nuevamente.  En la actualidad hay un camping con duchas y baños públicos.  Se escuchan las chacareras, el Himno Nacional Santiagueño, por doquier, y está la Feria a lo largo de los cuatro puntos cardinales, convergiendo en la cruz de la Plaza.

Como siempre, hice las colas: para tocar la imagen, para ir al algarrobo histórico, etc.  Fui a la Misa Carismática.  Bailé en el camping.  Como cierre, estallaron los fuegos artificiales, acercando el cielo a la tierra…

Estaba en la plaza, cuando se me acercó un muchacho, con una gorrita puesta, a pedirme fuego para encender su cigarrillo.

Nos pusimos a conversar.  Le pregunté por qué había ido, y se sacó la gorrita: se le caía el pelo a mechones.  Tenía parches sin pelo en su cabeza.

Había ido a pedir por su salud, igual que yo lo había hecho hacía ya muchos años…  Había ido en bicicleta desde Añatuya, como sacrificio.

Nos pusimos a conversar, e intercambiamos direcciones y teléfonos, con un beso de despedida, porque me pareció muy simpático.

Llegó el fin de la fiesta.  El cielo parecía enloquecido, como si realmente bajara el Salvador entre truenos y centellas, entre medio de fuegos artificiales.  La gloria celestial estallaba frente a nosotros.

 

Ahora, un año después, debo agradecer al Cristo Peregrino, que me ha dado el milagro del amor, del amor que encontré en su fiesta, y de un hijo, del hijo que está ahora en mi vientre, y que nacerá para mayor gloria del Señor de los Milagros de Mailín.

 

 

Nota de la autora:
Estuve en Mailín en el año 2005. Fui a pedir por la salud de mi amiga y de mi prima.  A mí me pasó lo que se cuenta.  También fui testigo del testimonio de la Sra. que perdía el pelo.  Inventé una historia de amor, pero fue real que, entre 250.000 personas que había en la plaza durante los fuegos artificiales, a ella se le acercó el muchacho con la gorrita a pedirle fuego.   Misterios del Señor de los Milagros.  Doy fe.

 

Iglesia de Mailin

El Cristo Peregrino , Señor de los milagros de Mailín

Mailín, el algarrobo de la aparición

 

 

Homenaje

de Doyle, Liliana S.

La compañera del poeta

“Porque al amor me diste”
Miguel de Unamuno

Ha muerto Lidia Rosa Napoli, la compañera del poeta Carlos Enrique Urquía.
Ella era menuda, hermosa, de ojos azules. Se desempeñaba como profesora de Inglés en la misma escuela en que su marido era Regente, la llamada popularmente “El Industrial de San Fernando”.

Siempre activa, lúcida, dedicada a su esposo y a su familia, la vejez no opacó ni su inteligencia, ni su optimismo, ni su belleza. Llegó a vivir casi noventa y dos años.

Me acuerdo de que preparaba el traje, la corbata y la camisa, cada vez que el poeta tenía un acto importante (“el paisaje de la literatura”, como él comentaba).

__ ¡Es que Carlos es tan distraído!__ decía Lidia.

Su hijo, su nuera y sus nietos y, últimamente, una bisnieta llamada Lucía, eran su orgullo y su felicidad.

Nos deja el cálido recuerdo de su pequeña figura de rápidos pasitos y la amistad que nos profesara. El año pasado nos acompañó en el cuadragésimo aniversario de SADE Filial Delta Bonaerense, una de las tantas obras de su amado cónyuge.
Hace poco tuvo la alegría de saber que la profesora Marisa Negri, investigadora de la poesía del Delta e incansable promotora de talleres por todo el país, admiraba la obra de Carlos y la estaba difundiendo.

¡Qué más se puede pedir de la vida!

Quizás porque amó tanto fue que al final le falló el corazón…