Una noche en Magdala

 

Primer premio en el Concurso por los 30 años de la
Seccional Surbonaerense de la SADE (Avellaneda, 2007).

 

Aunque la tarde se moría como un mal presagio, Josías sonreía recordando la cara regordeta y ociosa de su hermano Horacio. Gozaba haciendo sufrir a esa masa forrada de carne y grasa, se relamía pensando en su ira comprimida y disfrutaba con su impotencia. Tal vez esa mañana el hermano lo hubiera matado, por qué no, había sido la gota que restaba para completar la tinaja y no hacía falta nada más para que aquel guiñapo de odios y rencores le retorciera el pescuezo hasta estrangularlo. Pero no, el muy ladino sólo atinó a mirarlo con ojos inflamados y, como un lobo manso, se puso al lado del padre. Pobre viejo, pensó Josías, siempre tuvo que interponerse entre su herencia y la de mi madre. El hijo mayor, Horacio, llevaba el rigor paterno en la sangre, su meta era engordar el ganado y su ambición era el dinero contante y sonante; en cambio él, el hijo menor, ¡ah! ¡cómo le habré recordado a mi madre cuando vagaba sin importarme una oveja menos de las tantas que entraban a los corrales! Josías volvió a sonreír y esta vez alzó la vista y contempló el cielo negro que parecía a punto de desplomarse sobre su cabeza. Azuzó al caballo que tiraba del ligero carro y maldijo la mala suerte que le ocultaba una luna clara que lo guiara.  Aún así, la ciudad lo esperaba.

Antes de entrar en Magdala se palpó las faltriqueras repletas de dinero, comprobó si había escondido bien en las alforjas los giros que le había firmado el padre y le siguió pegando al pobre caballo cansado. Esa mañana se había alzado, en efectivo y en promesas de pago, con todo lo que le hubiera tocado a la muerte del viejo. Creyó que era lo suficiente para olvidarse que era un desgraciado. Nunca calculó que no era lo bastante.

La incipiente ciudad era un brumoso caserío mal iluminado. Josías enfiló hacia una taberna y dentro de la oscuridad del tenderete se desplomó sobre una mesa. Alguien le trajo vino y pan con tortilla de vegetales. Antes de que terminara de comer, sintió el asedio de una joven prostituta. Era una linda mujer de cabellos largos y cintura cimbreante, algo tosca y muy vivaracha. La invitó a beber y cometió el mismo error que cometen todos los borrachos: habló demasiado. De la mujer sólo supo que se llamaba María. Parecía insaciable. Ella escuchó su historia entrecortada: Cuando murió mi mamá, el viejo y mi hermano se hicieron inseparables. Él era la única esperanza y yo, el que no servía para nada. Los dos me lo dieron a entender hasta el hartazgo, y me hicieron la vida tan agria que ya no importaba si trabajaba, si me atragantaba de comida o si bebía hasta desmayarme. Cualquier sirviente valía más que yo en esa casa. Ellos me enseñaron a odiarla.

Después de media botella, el mundo le pareció más fácil.

María lo condujo a un cuarto sin ventanas y le preguntó si tenía con qué pagarle. Josías le mostró las incontables monedas que le había dado el padre:

Esto y unas órdenes de pago para cobrar en Egipto son mi herencia anticipada. Se la pedí al viejo cuando ya no aguanté más que mi hermano me despreciara y mi papá estuviera siempre entre ambos. ¿Para qué?, ¡si ese gordo infame y avaro sólo tiene fuerzas para levantar los sacos de plata que junta en las subastas de animales!

Tuvieron tanto sexo que María se creyó con derecho a saber dónde iría y qué haría con la fortuna que llevaba encima. Josías fue sincero: Me voy adonde pueda gastarla. La mujer lo dejó dormir hasta que se saciara de sueño. No le quitó un céntimo más de lo que prometió cobrarle.

Cinco años después, Magdala había adquirido el carácter de una ciudad pujante, pero aún le faltaba la fisonomía entusiasta del progreso; eso lo notó Josías al regresar a sus calles. Por instinto, se dirigió a la misma taberna de aquella primera noche de su viaje y preguntó por la mujer. El tabernero no era el mismo y él no inspiraba confianza. Sucio, andrajoso y flaco como una estaca, parecía un mendigo pasado de hambre. Antes de echarlo a patadas, el hombre quiso saber por qué preguntaba por María, y Josías le contó lo poco que podía contarle. El tabernero se rió con ganas: Hace bastante tiempo que se fue; ahora está cambiada y sigue a un predicador que hace milagros. Algunos abonados que languidecían en los rincones de mofaron de Josías y comenzaron a insultarlo, y como el asunto pintaba mal, el tabernero le preguntó si quería comer afuera con los chanchos, así mientras tanto se los cuidaba. Dijo que sí porque ya no le quedaba dinero para gastar.

Los cerdos comían las sobras de la cantina y él lo que les sobraba a los animales; eran tan sucios que a veces le costaba distinguir entre la comida y los excrementos. Después de todo, tampoco pude distinguir entre lo que fui y lo que soy ahora. En cinco años dilapidó hasta la salud y ahora sólo deseaba estar muerto. Pero la muerte no es un premio que llega como una tiara y siempre quedan cosas por hacer antes de enfrentarla. Eso lo supo cuando la vio a María con su nuevo aspecto de viuda devota. Ella no lo reconoció y parecía lógico que así fuera: él podía ser uno más de los tantos que, hacía ya muchos años, atendió por dinero, y prefirió evitarlo. Él insistió hasta que la mujer tuvo que hablarle.

Josías le recordó aquella noche en Magdala cuando él le contó su historia y ella lo amó hasta agotarlo. ¿Cómo puedo acordarme de tantas caras y de tantos pecados?, mintió María. Hubiera podido agregar que estaba en la ciudad por pura casualidad y que no tenía pensado encontrarlo, pero calló para no seguir mintiendo.  Dos palabras, nada más, le había dicho el rabí que la envió.

Josías seguía hablando y ella trataba de encontrar esas dos palabras que pudieran salvarlo. Pasaron algunos minutos interminables.

Tu padre, dijo al fin, interrumpiendo al pordiosero que ya no entendía si estaba frente a una penitente o una loca. ¿Qué pasa con mi padre, mujer, qué pasa?, se quedó vociferando Josías hasta ahogarse en lágrimas.

María ya era un punto que cruzaba las murallas de Magdala; en las afueras, el hombre que había inventado la historia del hijo pródigo la esperaba ansiosa, amorosamente.