Declaración de amor

de Cremer, Lilia.

 

Arrojaré al Egeo mi mensaje
desde mi otro cielo de quimeras.
Bogará hasta tu isla milenaria
prisionero fugaz de las estrellas.

Te veré en alocado intento
colgarte a una baba del diablo.
Acelerar la prisa con denuedo
y amarrarlo así a tu costado.

Si al leerlo aceptas mi propuesta
soplame un arpeggio con tu saxo.
Bajaré a horcajadas de una nube
a concretar un encuentro inesperado.

La cita es en París, sin más detalles.
Rechazo Buenos Aires: da nostalgia.
Quiero beber el aire parisino
y de tu mano caminar mis ansias.

Treparemos los hierros tan amados
de una Torre Eiffel con añoranzas.
Desafiarías tal vez a mi rayuela
y yo apostaría a ser tu Maga.

Robaremos pinceles en Montmartre,
en un lienzo dibujarás mi cara.
Susurrarás tus erres en mi oído
y yo murmuraré una zamba.

Decime que sí, que no alucino,
que mi fuego es tu fuego y es el fuego.
Que sobre Notre Dame no son palomas,
que están volando en un éxtasis las gárgolas.

Cabalguemos el tigre que aún habita
en vos, en mí, en días de infancia.
Corramos por el Sena sin dudarlo,
llevando de la mano a una Esperanza.

Subime a tu dragón, soy autonauta.
Saqué pasaje directo hasta Marsella.
Me dormiré en el verde de tus ojos.
Pensaré que la vida es muy, muy bella.

Oración por la Paz

de Doyle, Liliana S.

 

Vuela, blanca paloma de alas transparentes
y lleva tu mensaje de Paz a todo el mundo.
Este anhelo de siempre anida en lo profundo
del corazón del hombre. Anida en nuestras mentes.

Sobre la piel del tiempo lleva Tú la esperanza.
El hombre ha sido siempre un lobo para el hombre.
Desde Caín y Abel, las crueldades sin nombre
han reinado en la tierra, sembrando la matanza.

Dos lobos se pelean en nuestro cuerpo propio:
un lobo hecho de luz y otro lobo de odio.
El horror de la guerra tremenda nos acosa
con la estela de muerte que deja en cada cosa.

Vuela, blanca paloma de transparentes alas.
Que tu vuelo invisible alumbre las mañanas.

Mucho más que un juego

de Doyle, Liliana S.

 

La cancha de tenis es como la vida…

En un cuadrilátero rojo, de polvo de ladrillo, o cancha verde, de goma, o cemento, se juega mucho más que un simple partido. Allí aflora lo más íntimo de la personalidad de cada uno. En cada juego se despierta el niño interior dormido en el fondo de la psiquis, acallado por años de represión racional y responsabilidades.

Se favorecen la autoestima, la capacidad de resolver problemas, de elaborar tácticas, de pensar estrategias, de calcular velocidades de pelota, lo que ayuda al conducir automóviles, por ejemplo, para el cálculo de velocidades de aproximación de vehículos. Aprendemos a reírnos de nosotros mismos en los golpes fallidos, que a veces nos dejan en actitudes corporales muy graciosas. Aprendemos a luchar cada punto como debemos luchar cada momento frente a las adversidades de la vida.

Sabemos que hay compañeros confiables, y otros que no lo son tanto. Como en un matrimonio o en una pareja de tango, cada uno tiene que ser solidario con el otro y acompañarlo en el juego con respeto y honestidad: FAIR PLAY.

Siempre recordaré con sumo cariño a quien fuera mi primer profesor: Humberto Placencio. Un gran señor al que yo admiraba mucho.

Mi papá me había contado que había sido un campeón chileno. Luego lo corroboré: fue campeón de canchas rápidas. Acá en la Argentina, fue profesor de la Escuelita de Tenis del Club San Fernando, del Club Teléfonos de Vicente López, y de la Catedral del Tenis: Buenos Aires Lawn Tennis Club.

Él tenía una particularidad: le faltaba casi todo el brazo izquierdo, a partir del codo. Nunca supe si había sido algún problema congénito, lo que es lo más probable, o algún accidente.

Así fue cómo me enseñó el revés con una mano sola, poniendo el pulgar sobre el grip para reforzar la empuñadura. Todos dicen que el revés es mi mejor golpe.

Cuando empecé a tomar clases en la Escuelita del Club San Fernando, yo ya era bastante grande. Si no me equivoco, estaba sobre la edad límite, dieciséis años, y ya estaba dando las prácticas de Magisterio porque, en esa época, para obtener el título docente, se podía optar entre Bachillerato o Magisterio. Yo era una grandulona y tenía que ponerme en una fila con todos los nenitos.

__ Ahora, de Drive.
Todos pegábamos el Drive, uno atrás de otro.

__ Ahora, de Revés.
Y lo mismo. En la enseñanza actual, les enseñan a los chicos todos los golpes juntos, lo que es mucho mejor.

No sé por qué, pero yo lo quería mucho a Humberto. Será porque era un señor canoso muy amable. O por su problema. Creo que de esa manera enseñaba también a superar una discapacidad tan importante para un tenista. Siempre me dijeron que yo tenía buen físico para tenis, por mi altura y por el hecho de tener un cuerpo fuerte. Yo no sabía en esa época que la raqueta llegaría a ser, en muchos momentos muy difíciles de mi vida, mi tabla de salvación. Con agujeros y todo, fue muy efectiva.

Hace muy poco tiempo me contaron mis hermanas mayores que ellas también habían ido a la Escuelita, pero que Humberto les había dicho que lo que más les convenía era dedicarse a tejer y coser, cosa que efectivamente hicieron toda la vida, con mucho éxito.

Quizás a mí me influyó, para dedicarme a este deporte, que mi padre había jugado representando al Club San Fernando en su juventud, en Doble Caballeros, con Gunnar Voigt, uno de sus tantos amigos.

Yo nunca fui deportista. Empecé en la Escuelita porque mis dos amigas de los quince años se habían puesto de novias y quedé excluida. Siempre me gustó la naturaleza. Con mis padres, íbamos al río, al campo y al mar. A mi papá le gustaba pescar y cazar. A mí nunca me gustó matar animalitos, y pescar siempre me pareció aburrido, pero me gustaba ir a los lugares que visitábamos para hacerlo, y por supuesto, comer el resultado de su actividad. Estar al aire libre era como una inyección revitalizadora para mí.

Jugué al tenis desde los dieciséis hasta los veinticuatro años, cuando me casé. Creo que, luego de tomar las clases de Placencio, por algún tiempo, fui alumna del profesor Bascary, que me decía “Jugadora de sofá”, porque decía que yo no corría, que siempre esperaba que la pelotita llegara a mí.

La convencí a mi hermana menor de hacerme “pata”, y en una época jugábamos las dos con tres muchachos. ¡Se armaban unos partidos muy divertidos! Uno de ellos, después de tantos años, es ahora mi vecino.

Siempre jugábamos una vez por semana, porque yo tenía alumnos particulares de Inglés, y estudiaba en Filosofía y Letras. No tenía mucho tiempo. Me decían que podía tener un buen futuro en el tenis, pero yo quería recibirme: quería ser escritora.

Igualmente, creo que no habría podido ser tenista profesional, ya que ellos comienzan desde muy chicos, y pasa lo mismo que con los escritores: pocos llegan a destacarse. Son carreras muy difíciles y competitivas.

Luego me casé a los veinticuatro años, y ahí tenía mucho para hacer, entre la casa, el colegio, etc. Quedé embarazada enseguida, y me dediqué a tener y criar a mis hijos por diez años.

A los treinta y cinco años empecé a tomar clases de tenis de nuevo. No tenía amigos con quienes jugar, pero una vez por semana el “Chino” González trataba de enseñarme, dándome consejos: ¡No anuncies el golpe! Y, lo más importante: “En la vida hay que aprender a fracasar”, me decía.

El Chino se parecía al Negro Olmedo en bajito. A mí, que siempre quise ganar en todo, me hizo muy bien que me enseñara a fracasar. Nunca se puede ganar en todo. Es imposible. En la vida, terminamos juntando más fracasos que éxitos. ¡Querido Chino!!

Tuve otros profesores muy buenos, como Gabriel Gomory, que murió tan joven. Él me enseñó que el golpe de revés alto es el más difícil, y su famosa frase, para cuando algún compañero/a se volvía loco por nuestros errores: “Nadie va a perjudicar a su compañero a propósito”. (Parece que algunos jugadores piensan que uno se equivoca para molestarlos a ellos). Con él empecé a animarme a volear. También Marcelo, con el que hice un excelente entrenamiento un verano y me enseñó muy buenos ejercicios para relajar la columna.

Sergio Solesio me enseñó a tenerme fe para correr y llegar a pelotas a las que nunca hubiera creído poder alcanzar. Me enseñó a volear, con el grip de volea. A animarme a pelotas difíciles. El “approach”, el “top spin”, el “drop”…  Me enseñó a esforzarme para lograr lo que quería. A rebasar mis propios límites. A tenerme más confianza. A no darme por vencida tan fácilmente.

Ahora, cuando puedo, tomo clases con Pocho, y a pesar de los vicios adquiridos después de tantos años, siempre logra que modifique algo. En seguida se da cuenta de mis defectos, y me enseña a corregirlos.

Cada uno de mis profesores me ayudó de alguna manera diferente, me dio las armas para luchar, para no darme por vencida, para esforzarme más. A través del tenis desarrollé mi autoestima. Hice amigos. Volví a reír, a divertirme, a olvidar responsabilidades y problemas. A darle rienda suelta a “mi niño interior”.

Cada partido es una lucha, como la lucha por la vida. Cada pelota que uno defiende es un obstáculo que se debe superar. No darse por vencido fácilmente es la lección de cada encuentro deportivo, más allá del resultado final. Es así como uno gana el respeto del otro, y respetarse a sí mismo.

Algunos podrán decir que todo esto es una tontería. No comprenderán nada de lo que significa. Pero los que comparten mi pasión por este deporte, que son muchas personas en el mundo, estarán de acuerdo conmigo cuando afirmo, sin lugar a dudas, que el tenis es “Mucho más que un juego”.

Flaca, fané y descangayada

de Doyle, Liliana S.

“Flaca, fané y descangayada,
te vi esta madrugada
salir del cabaret”.

Así le cantaba este hombre, siempre, a su mujer. Ella era descendiente de europeos, de piel muy blanca, delicada y pecosa. Se veía que, de joven, había sido preciosa, pero su piel, expuesta al sol y sin los cuidados que ahora se sabe son tan necesarios para este tipo de epidermis, se había arrugado mucho, y su cara estaba llena de surcos profundos y de patas de gallo.

Él era médico, cirujano, descendiente de genoveses. Feo, gordito, con nariz ganchuda, y tartamudo, defecto que perdía al cantar. Era muy inteligente, pero tenía vetas sádicas en su personalidad. Le gustaba contar que, de chico, su pasatiempo favorito era meter el gato de la casa en el horno, que luego prendía y, cuando ya estaba caliente, le abría la puerta al gato, que salía disparado, loco de terror, de adentro.

En su consultorio, que siempre estaba sombrío, oscuro, tenía una calavera real con una luz roja adentro. La usaba como velador de su escritorio. Era algo que me impresionaba mucho a mí, que era chica. ¡¡Pensar que ese velador había sido la cabeza de un ser humano que vivía y sentía como yo!! Era tétrico. Más tarde, cuando yo ya estudiaba Magisterio, recuerdo que una profesora de Filosofía y Psicología llevaba un frasco con un cerebro humano cortado en rebanadas, para mostrar las diferentes capas del mismo. Entre el olor a formol y la impresión, no sé qué podía ser peor… Ese cerebro había sido parte del cuerpo de algún pobre indigente al que habían cortado en pedacitos para su disección. ¡Un espanto!

En fin, volviendo a mi historia. Sin ánimo de despertar polémicas, hay un dicho popular italiano que dice que “Un genovés vale por tres judíos”, por la avaricia. Los genoveses tienen fama de ser tacaños, como los escoceses. Lo asumo con total convicción, por mi herencia de ese origen. Y este médico era muy amarrete.

Ellos no tenían hijos, y ella se encargaba de gastarle toda la plata que podía, especialmente en ropa. Viajaron por todo el mundo, generalmente por congresos médicos de su especialidad, y aprovechaban luego para hacer turismo.

Vivían en un tranquilo pueblo de la Provincia de Buenos Aires, donde la siesta dormía en cada esquina.

Ser médico allí era más o menos como ser un prócer de bronce, una estatua, un monumento. Alguien superior al común de la gente. Casi como un dios. Y ellos tenían un estatus de clase media alta. Gozaban del respeto de los habitantes del pueblo y tenían una intensa vida social.

En su casa, que tenía una fachada antigua de tipo italiano, de casa con zaguán, una placa de bronce lustrado en la puerta daba fe de que allí vivía un médico. La vivienda era amplia y cómoda, con un lindo y espacioso jardín, parrilla y una hermosa pileta de natación.

Disfrutaban de todas las comodidades. Y así, entre bostezo y bostezo provincianos, transcurría la vida.

Los jóvenes daban “la vuelta al perro” en busca de pareja, y una vez al año el pueblo se llenaba de gente para la gran fiesta que duraba varios días y le daba, a la modorra diaria, una vida nueva. Incluso se filmó una película allí, con
gran alboroto, y todos los habitantes participaron como extras. Cuentan las malas lenguas que una de las chicas de buena familia fue la amante del director de la película, y que hasta tuvo un hijo con él.

¡¡¡Pueblo chico, infierno grande!!!

La señora del médico era una buena mujer, aunque algo cómoda y egoísta.
Se había criado en el campo, con unos padres muy tranquilos, pequeños terratenientes, una familia numerosa de buenos católicos. ¡¡Con decir que su último hermano había nacido cuando la madre ya tenía cincuenta años!! Todo un milagro de la naturaleza en esa época. Supongo que, cuando él la conquistó, para él habrá sido como alcanzar la luna. Se veía que ella era de mejor familia y educación, y él, como más humilde, como que había superado su clase por su inteligencia y su instrucción universitaria.

La pareja funcionaba bastante bien, a pesar de que él siempre le cantaba:

“Chueca, vestida de pebeta,
teñida y coqueteando
su desnudez”.
Ella no estaba a la altura de la rapidez mental de él. Criada en el campo, era muy simple, aunque con buenos modales y educación.

En un momento quiso aprender a tocar la guitarra, pero nunca salió del punteo de:
“Se murió la chancha,
Vidalitay…”
con lo que torturaba a todos sus amigos en las reuniones sociales.

Hasta que, de repente, se le despertó un talento oculto: era muy buena jugando al golf.

Pero, cuando empezó a jugar torneos y a ser reconocida por su habilidad, él, que no jugaba tan bien como ella, se puso celoso y no quiso que jugara más. Hasta eso le cortó.

Así funcionó esa relación, por años y años. Como suele suceder con muchos médicos, una enfermera más joven empezó a calentarle la sesera y la
bragueta.

Para ella, era un flor de candidato: con plata, título, etc. También supongo
que un ascenso social muy importante.

La pareja empezó a tener conflictos. Él llegó a amenazarla con una pistola
para echarla de la casa.

Y la otra se instaló, haciéndose dueña y señora, en la vivienda y en la cama
matrimonial. Estaría a sus anchas.

Sin embargo, no tuvo en cuenta un pequeño detalle: su propia ambición.
Empezó a gastar más y más hasta que la sangre genovesa afloró nuevamente.

Él reflexionó que su primera mujer le salía más barata, a pesar de lo que
gastaba, así que echó a la enfermera de la casa y volvió a llamar a su legítima
mujer según el matrimonio católico. Ella lo perdonó y volvió. No era nada sin él.

Y él siguió cantándole el tango, una y otra vez, hasta su propia muerte:
“Parecía un gallo desplumao,
mostrando al compadrear
el cuero picoteao.
Yo que sé cuando no aguanto más
al verla así rajé, pa’ no llorar.”
Nota: El tango es “Esta noche me emborracho”. Letra y música de Enrique
Santos Discépolo, cantado por Carlos Gardel. La letra original y título dice:
“Sola, fané, descangayada”, pero así lo cantaba él.

Nuestro duende familiar

de Doyle, Liliana S.

Mención en el Primer Concurso Irlanda de Cuento.

Dedicatoria

Un cuento para Francesca
¿Sabés, Francesca? En tus ojos veo el mar que llevó a tus antepasados a Irlanda. Porque ellos eran vikingos, y llegaron por el mar. El mar que trajo a Luke Doyle a la Argentina, huyendo del hambre y la pobreza. Azul como tus ojos, que miran el mundo por primera vez.

I Introducción

Irlanda de cuento

Sí, es verdad.

Irlanda es realmente un país de cuentos.

¿Dónde más que allí puede haber un salmón que nos dé su sabiduría? O una escalera de gigantes que baje hacia el océano. O círculos de hadas que debemos recorrer en el sentido de las agujas del reloj, para no quedar atrapados por su magia, por siglos y siglos, en una danza infinita.

Hay una tierra donde nadie envejece ni muere jamás: Tir Na Nog. Y seres subterráneos: hadas y duendes, que reinan en las profundidades de la tierra. En oscuras cavernas guardan su olla de oro los duendes, y para encontrar su tesoro debemos buscarlo en los extremos del Arco Iris.

Irlanda es una isla en la que los niños son convertidos en cisnes por su malvada madrastra. En la que el fin de un héroe invencible es anunciado por un cuervo que picotea la herida de su hombro. Un lugar donde puede haber una guerra cruel por un toro, y donde una mujer se vuelve fea para cumplir su misión de ser santa. Y otras mujeres llegan a ser reinas, o piratas, o abogadas, o poetas.

Allí las focas pueden ser hadas o conversar con las almas de los muertos. Cada vez que un niño ríe, nace un hada, y cuando alguien las niega, muere una.

En un castillo hay una piedra que debemos besar para que nos dé el don de la elocuencia. Hay fantasmas que juegan a la pelota para lograr su salvación eterna. Una rueda de molino puede girar al revés por el milagro de un santo, y por ese hecho dar su nombre a una ciudad.

Y otro gran santo logra hacer cristianos a los salvajes locales con la sola fuerza de su fe y un trébol.

Y de allí, de esa tierra de magia y de leyendas, de luchas contra un cruel invasor. De las brumas del mar y el verde de sus campos, descendemos nosotros, que llevamos la fuerza de su espíritu en nuestro corazón…

II

Nuestro duende familiar

En nuestra familia hay un duende.

¿Cómo llegó acá, tan lejos, nuestro pequeño duende?

En Irlanda lo llaman LEPRECHAUN (según me dijeron allá, se pronuncia LÉPREJON).

Los duendes son pequeños hombrecitos, todos vestidos de verde, con un cinturón ancho, negro, con hebilla, y zapatos puntiagudos. Usan un gorro también verde, y fuman pipa.

Se dice que son zapateros y arreglan y remiendan todos los zapatos de la familia. Como generalmente son familias con muchos hijos y poco dinero, son más que bienvenidos en las casas.

Les gusta robar la leche recién ordeñada, y hay quienes dicen que, a la noche, hay que dejarles whiskey en el umbral de la puerta, para que no hagan demasiadas travesuras. ¡Es que son muy pícaros!

Les gusta esconder cosas y repetir lo que uno dice, como un eco. Uno puede creer que realmente hay un eco, pero no: seguro que es algún duende burlón.

También se cuenta que esconden su tesoro en ollas en la tierra y que, si alguien los hace prisioneros, tienen que revelar el lugar de su oro.

No se sabe si alguien pudo encontrar sus tesoros, pero lo que sí sé, es que en nuestra familia hay un duende. Es rubio, con flequillo. Tiene ojos color miel, y uno de sus ojos es levemente más claro que el otro. Es juguetón, alegre, y cariñoso. También le gusta hacer bromas, como esconderle el cucharón a mi mamá cuando está haciendo la sopa, o el ovillo de lana a mi abuela. O robarle el cascabel al gato.

¿Cómo sé todo esto? Porque lo vi, y me acuerdo todavía. Todos en la familia lo vemos, cuando somos chicos. Pero no sé por qué, alrededor de los cinco años, todos dejan de verlo y no se acuerdan más de él, aunque a veces tienen memoria de algunos hechos. Por ejemplo, tía Georgina recuerda que tomaba el té, con sus tacitas de juguete, con un amigo invisible. Y tío Juan, que alguien lo acompañaba por el campo y jugaba a la pelota con él cuando se sentía solito.

¿Por qué me acuerdo yo? No sé. Quizás él quiere que cuente su historia, para los chicos de ahora que ya no creen en la magia.

Supongo que habrá venido en el baúl de mi bisabuelo, desde Mullingar. Se habrá metido bien en un rincón y lo acompañó por el largo viaje por mar para que no se sintiera tan solo y triste.

Una vez acá, en la Argentina, se instaló cómodamente en nuestra casa en el campo, en las colinas verdes que le recordaban a Irlanda.

Un día salió a pasear y se encontró: ¡con otro duende! Este era un enanito de sombrero grande, con bastón de oro, y que fumaba un cigarrillo y silbaba.

Cuando este lo vio, dicen que gritó: – – ¡Juá!! ¿Quién es este bicho?

Nuestro duende familiar se sacó el sombrero muy educadamente y se presentó: – – Míster, mi ser Donal, y venir de Irlanda.

– – ¿De dónde?

– – Sí, venir de muy lejos, por el mar.

Después de este encuentro, se hicieron muy amigos. El Pombero o Pomberito, como se llama este nuevo enanito, le presentó a su amigo el Sapo Cururú, y se iban de parranda todas las noches. Donal tocaba el violín, y todos juntos bailaban con las hadas en el claro del bosque, a la luz de los farolitos blancos de las luciérnagas.

Si prestás atención, seguro que en tu casa también hay un duende picarón que esconde las cosas para que todos se vuelvan locos buscándolas. ¿No pasa así, muchas veces?