de Doyle, Liliana S.
La cancha de tenis es como la vida…
En un cuadrilátero rojo, de polvo de ladrillo, o cancha verde, de goma, o cemento, se juega mucho más que un simple partido. Allí aflora lo más íntimo de la personalidad de cada uno. En cada juego se despierta el niño interior dormido en el fondo de la psiquis, acallado por años de represión racional y responsabilidades.
Se favorecen la autoestima, la capacidad de resolver problemas, de elaborar tácticas, de pensar estrategias, de calcular velocidades de pelota, lo que ayuda al conducir automóviles, por ejemplo, para el cálculo de velocidades de aproximación de vehículos. Aprendemos a reírnos de nosotros mismos en los golpes fallidos, que a veces nos dejan en actitudes corporales muy graciosas. Aprendemos a luchar cada punto como debemos luchar cada momento frente a las adversidades de la vida.
Sabemos que hay compañeros confiables, y otros que no lo son tanto. Como en un matrimonio o en una pareja de tango, cada uno tiene que ser solidario con el otro y acompañarlo en el juego con respeto y honestidad: FAIR PLAY.
Siempre recordaré con sumo cariño a quien fuera mi primer profesor: Humberto Placencio. Un gran señor al que yo admiraba mucho.
Mi papá me había contado que había sido un campeón chileno. Luego lo corroboré: fue campeón de canchas rápidas. Acá en la Argentina, fue profesor de la Escuelita de Tenis del Club San Fernando, del Club Teléfonos de Vicente López, y de la Catedral del Tenis: Buenos Aires Lawn Tennis Club.
Él tenía una particularidad: le faltaba casi todo el brazo izquierdo, a partir del codo. Nunca supe si había sido algún problema congénito, lo que es lo más probable, o algún accidente.
Así fue cómo me enseñó el revés con una mano sola, poniendo el pulgar sobre el grip para reforzar la empuñadura. Todos dicen que el revés es mi mejor golpe.
Cuando empecé a tomar clases en la Escuelita del Club San Fernando, yo ya era bastante grande. Si no me equivoco, estaba sobre la edad límite, dieciséis años, y ya estaba dando las prácticas de Magisterio porque, en esa época, para obtener el título docente, se podía optar entre Bachillerato o Magisterio. Yo era una grandulona y tenía que ponerme en una fila con todos los nenitos.
__ Ahora, de Drive.
Todos pegábamos el Drive, uno atrás de otro.
__ Ahora, de Revés.
Y lo mismo. En la enseñanza actual, les enseñan a los chicos todos los golpes juntos, lo que es mucho mejor.
No sé por qué, pero yo lo quería mucho a Humberto. Será porque era un señor canoso muy amable. O por su problema. Creo que de esa manera enseñaba también a superar una discapacidad tan importante para un tenista. Siempre me dijeron que yo tenía buen físico para tenis, por mi altura y por el hecho de tener un cuerpo fuerte. Yo no sabía en esa época que la raqueta llegaría a ser, en muchos momentos muy difíciles de mi vida, mi tabla de salvación. Con agujeros y todo, fue muy efectiva.
Hace muy poco tiempo me contaron mis hermanas mayores que ellas también habían ido a la Escuelita, pero que Humberto les había dicho que lo que más les convenía era dedicarse a tejer y coser, cosa que efectivamente hicieron toda la vida, con mucho éxito.
Quizás a mí me influyó, para dedicarme a este deporte, que mi padre había jugado representando al Club San Fernando en su juventud, en Doble Caballeros, con Gunnar Voigt, uno de sus tantos amigos.
Yo nunca fui deportista. Empecé en la Escuelita porque mis dos amigas de los quince años se habían puesto de novias y quedé excluida. Siempre me gustó la naturaleza. Con mis padres, íbamos al río, al campo y al mar. A mi papá le gustaba pescar y cazar. A mí nunca me gustó matar animalitos, y pescar siempre me pareció aburrido, pero me gustaba ir a los lugares que visitábamos para hacerlo, y por supuesto, comer el resultado de su actividad. Estar al aire libre era como una inyección revitalizadora para mí.
Jugué al tenis desde los dieciséis hasta los veinticuatro años, cuando me casé. Creo que, luego de tomar las clases de Placencio, por algún tiempo, fui alumna del profesor Bascary, que me decía “Jugadora de sofá”, porque decía que yo no corría, que siempre esperaba que la pelotita llegara a mí.
La convencí a mi hermana menor de hacerme “pata”, y en una época jugábamos las dos con tres muchachos. ¡Se armaban unos partidos muy divertidos! Uno de ellos, después de tantos años, es ahora mi vecino.
Siempre jugábamos una vez por semana, porque yo tenía alumnos particulares de Inglés, y estudiaba en Filosofía y Letras. No tenía mucho tiempo. Me decían que podía tener un buen futuro en el tenis, pero yo quería recibirme: quería ser escritora.
Igualmente, creo que no habría podido ser tenista profesional, ya que ellos comienzan desde muy chicos, y pasa lo mismo que con los escritores: pocos llegan a destacarse. Son carreras muy difíciles y competitivas.
Luego me casé a los veinticuatro años, y ahí tenía mucho para hacer, entre la casa, el colegio, etc. Quedé embarazada enseguida, y me dediqué a tener y criar a mis hijos por diez años.
A los treinta y cinco años empecé a tomar clases de tenis de nuevo. No tenía amigos con quienes jugar, pero una vez por semana el “Chino” González trataba de enseñarme, dándome consejos: ¡No anuncies el golpe! Y, lo más importante: “En la vida hay que aprender a fracasar”, me decía.
El Chino se parecía al Negro Olmedo en bajito. A mí, que siempre quise ganar en todo, me hizo muy bien que me enseñara a fracasar. Nunca se puede ganar en todo. Es imposible. En la vida, terminamos juntando más fracasos que éxitos. ¡Querido Chino!!
Tuve otros profesores muy buenos, como Gabriel Gomory, que murió tan joven. Él me enseñó que el golpe de revés alto es el más difícil, y su famosa frase, para cuando algún compañero/a se volvía loco por nuestros errores: “Nadie va a perjudicar a su compañero a propósito”. (Parece que algunos jugadores piensan que uno se equivoca para molestarlos a ellos). Con él empecé a animarme a volear. También Marcelo, con el que hice un excelente entrenamiento un verano y me enseñó muy buenos ejercicios para relajar la columna.
Sergio Solesio me enseñó a tenerme fe para correr y llegar a pelotas a las que nunca hubiera creído poder alcanzar. Me enseñó a volear, con el grip de volea. A animarme a pelotas difíciles. El “approach”, el “top spin”, el “drop”… Me enseñó a esforzarme para lograr lo que quería. A rebasar mis propios límites. A tenerme más confianza. A no darme por vencida tan fácilmente.
Ahora, cuando puedo, tomo clases con Pocho, y a pesar de los vicios adquiridos después de tantos años, siempre logra que modifique algo. En seguida se da cuenta de mis defectos, y me enseña a corregirlos.
Cada uno de mis profesores me ayudó de alguna manera diferente, me dio las armas para luchar, para no darme por vencida, para esforzarme más. A través del tenis desarrollé mi autoestima. Hice amigos. Volví a reír, a divertirme, a olvidar responsabilidades y problemas. A darle rienda suelta a “mi niño interior”.
Cada partido es una lucha, como la lucha por la vida. Cada pelota que uno defiende es un obstáculo que se debe superar. No darse por vencido fácilmente es la lección de cada encuentro deportivo, más allá del resultado final. Es así como uno gana el respeto del otro, y respetarse a sí mismo.
Algunos podrán decir que todo esto es una tontería. No comprenderán nada de lo que significa. Pero los que comparten mi pasión por este deporte, que son muchas personas en el mundo, estarán de acuerdo conmigo cuando afirmo, sin lugar a dudas, que el tenis es “Mucho más que un juego”.