Una leyenda urbana
La flor del cactus
de Cremer, Lilia.
Raúl sostuvo unos instantes en sus brazos, el cuerpo inerte de Laura envuelto en su suave bata color rosa. Lo aprisionó contra su pecho y entonces lloró y lloró, sin consuelo, hasta caer de rodillas y perder el sentido.
Había llegado temprano a casa. Después de la ausencia de Laura, quería más que nunca verla, estar con ella y disfrutar de esa cena íntima de aniversario de casados.
Ella resultó la mujer justa, bella por fuera y por dentro. Se sentía feliz, completo, había conseguido al fin una esposa, amante, compañera, socia, en la vida que desde hacía un año habían iniciado juntos.
Ese día el regalo debía ser especial. Para su colección de cactus, una especie rara, exótica, casi en extinción, que la florista le había conseguido.
¡La florista! Extraña muchacha. Raúl recordaba el día en que apareció atendiendo el kiosco de la esquina, diciendo que sus padres ¿sus padres?, los ancianos que durante años fueron los floristas, habían muerto. Nadie, en el barrio, creyó que esa chica tan joven, fuese la hija de los viejitos.
Extraña, muy extraña. Tan flaca, tan blanca, casi transparente, con las líneas azules de un mapa corporal trazado con sus venas.
De mirada penetrante y profunda, como un imán que hipnotizaba y transportaba a recónditas zonas de la mente.
Raúl, evitaba el contacto visual, desde el día en que sintió esa rara sensación de captura y dominación a través de sus ojos.
Trataba también de tomar distancia al recibir la mercadería que compraba, el roce con esas manos níveas y heladas lo habían hecho estremecer.
—Con mi mujer dejamos de comprarle, con los viejos era otra cosa. Esta mina está chiflada, parece un fantasma, mi mujer le dice “la bruja”,—comentaba el colorado Espoltore, su vecino.
Raúl tenía sentimientos encontrados. A la vez que le producía rechazo, la encontraba como desvalida. Su trato era amable, servicial, hasta sumiso a veces.
—Pídame lo que quiera Raúl, que yo se lo consigo,— le repetía cada vez que él pasaba por el kiosco.
Raúl le había encargado un cactus diferente, algo que sorprendiera realmente a Laura y ella lo tomó como un desafío.
Durante diez días era para Melina, que así decía llamarse, un tema recurrente.
—Ya me estoy ocupando, Raúl. Ni se imagina lo que le voy a traer para su mujer,— repetía cada mañana que él cruzaba por la esquina.
—Gracias, Melina, no lo necesito con apuro, Laura está de viaje, —respondía con fastidio.
—¡Cómo viaja! ¿eh? Siempre la veo salir con valijas. La vienen a buscar con autos muy lujosos…
Melina no perdía detalle del movimiento del vecindario.
—Sí, está invitada a muchos congresos, es su trabajo ¿viste?
—Yo, si fuese ella no dejaría a mi maridito sólo tanto tiempo,— contestaba ella buscando la mirada de Raúl que seguía caminado, sin detenerse y con la cabeza gacha.
Comenzó a molestarle la intromisión y ese tonito que le daba a sus comentarios fuera de lugar. El colmo fue cuando una mañana, oyó el timbre de su casa y era Melina, irreconocible, con una vestimenta inusual en ella: vestido ajustado al cuerpo, en lugar de la habitual camisola negra hasta la rodilla, y zapatos de taco alto. Se había recogido su pelo negro desgreñado, que siempre llevaba suelo y sus labios brillaban delineados groseramente con rouge. Esa imagen tan patética provocó el asombro descontrolado de Raúl, por su aspecto y además por lo inesperado de su aparición.
—¿Qué hacés acá Melina? —le dijo ofuscado, en pijama y con la brocha de afeitar en una mano.
—Pensé que podía prepararle el desayuno,— contestó ella, apoyándose en el marco de la puerta mientras ponía una mano en el hombro de él.
Raúl se apartó bruscamente.
— Ya desayuné,— mintió,— se me hace tarde, volvé al kiosco —y cerró de un golpe la puerta.
Al llegar al trabajo se encerró en su oficina con el pelado Bermejo, su amigo y compañero y con una perturbadora mezcla de sensaciones, le relató lo vivido con Melina.
—¡Esa mina está caliente con vos Raúl! ¿Cómo no te diste cuenta?
El pelado parecía tener re clara la situación y no paraba de reírse.
Raúl no podía pensar.
—No, estás loco, puede ser mi hija… —dijo por lo bajo.
—¡Pero no lo es, hermano, pensá, pensá! —repetía Bermejo.—Analizá los hechos, está muerta con vos.
Finalmente viendo la expresión preocupada y desconcertada de Raúl, agregó.
—Si no querés tener problemas, sacátela de encima lo antes posible.
Raúl quedó más inquieto y nervioso que antes, después de la charla con su amigo. Esperaría a tener el cactus para Laura y después ¡chau! cortaría todo trato.
Al volver a su casa esa noche, mucho más tarde de lo habitual porque, con Bermejo siguieron con el tema al salir de la oficina, vio luz en el kiosco , cosa infrecuente. Mientras se iba acercando divisó a Melina parada en medio de la vereda como cerrándole el paso. Pensó en dar media vuelta y salir corriendo “¡Qué chiquilín!” —se dijo— “a mi edad, tenerle miedo a esta piba”.
—Hola, Melina, —susurró por lo bajo y pasó rápidamente a su lado en dirección a la casa.
—¡Raúl! ¡Raúl! Esperá—ella lo tuteó y corrió hasta alcanzarlo.
—Disculpá por lo de esta mañana…
—Está bien, no pasa nada, —respondió él incómodo, sin mirarla.
—Quiero mostrarte algunos cactus, para que elijas el que te parezca más llamativo para Laura.
Raúl no sabía que contestar. ¿Era una trampa? ¿Y si era verdad y el pelado era un malpensado?
—Bueno, mañana a la mañana los miro —contestó llegando ya a la puerta de su casa.
—No, no— dijo Melina, firmemente— tiene que ser ahora, porque tengo que devolver los que no quieras. Son especies muy raras y carísimas que me prestaron en el vivero.
Raúl se sentía acorralado, por un lado rechazaba la idea de estar un minuto más con esa, no sólo extraña, sino sospechosa mujer y por otro quería el regalo para Laura.
Se acercaron lentamente al puesto de flores, las puertas laterales estaban plegadas, la luz iluminaba apenas el pequeño reducto donde se amontonaban algunos jarrones con flores. Melina se introdujo en el estrecho espacio diciendo: Vení, entrá que te voy mostrando.
—Pero, ¿dónde están los cactus? —exclamó Raúl al observar que sólo había unas flores mustias.
—Confiá en mí. Dale, pasá, pasá ¡no te voy a comer!
Melina se le había acercado demasiado, podía sentir su respiración y su penetrante perfume que lo mareaba y le quitaba el aliento.
—Estoy cansado, quiero irme a mi casa, te pido que te apures, —balbuceó Raúl.
Se sentía envuelto en una atmósfera que lo ahogaba. Le faltaban las fuerzas.
—Cerrá los ojos y no los abras hasta que yo te diga,— le ordenó Melina apoyando sus frías y húmedas manos sobre los párpados de él.
Raúl obedeció, Melina le iba mandando imágenes de distintas variedades de cactus que él no podía explicar de dónde salían.
Fueron más de diez especies que como en una nebulosa Raúl iba viendo sin abrir los ojos. Se sentía flotar entre vahos y esencias penetrantes. Como en sueños veía el rostro patético de Melina muy, muy cerca del suyo.
—¿Y? ¿Cuál elegís?— le dijo de repente destapando sus ojos.
—El de flores grandes rojas,— contestó Raúl como un autómata.
Su mente estaba aturdida.
—¡Listo! —gritó Melina— podés irte.
Salió tambaleando del diminuto cuartucho y como borracho llegó a su casa y se tiró en la cama.
A la mañana siguiente necesito reforzar el café para poder despabilarse. No sabía si lo sucedido con Melina había sido un mal sueño o un suceso real muy desagradable.
“Por suerte mañana vuelve Laura”, pensó.
Salió de su casa y desde lejos vio a Melina, parada en la vereda del kiosco mirándolo.
—¿Cómo dormiste? — le pregunto risueña cuando Raúl se acercaba.
Él no contestó a su pregunta, sino secamente le dijo: Preparame el cactus para regalo, a la vuelta te lo pago y me lo llevo.
—Ok, comprendido, mi amor, —exclamó Melina, acomodándose una enorme flor que se había puesto en el pelo, sujeta a un pañuelo floreado.
Raúl hizo como que no había oído, pero oyó. El pelado estaba en lo cierto. Esa mina era un peligro.
Al día siguiente, antes de irse trabajar dejaría el regalo en la mesita donde Laura exhibía su colección. Le pondría una tarjeta:
Para la más bella de las mujeres,
la más bella flor.
Con todo mi amor
Raúl
(las flores están por abrir)
Cuando la policía llegó, sólo encontró a Raúl abrazado a una suave bata color rosa, sobre la que había caído, extrañamente, un exótico cactus de enormes espinas y maravillosas flores rojas.