Flaca, fané y descangayada

de Doyle, Liliana S.

“Flaca, fané y descangayada,
te vi esta madrugada
salir del cabaret”.

Así le cantaba este hombre, siempre, a su mujer. Ella era descendiente de europeos, de piel muy blanca, delicada y pecosa. Se veía que, de joven, había sido preciosa, pero su piel, expuesta al sol y sin los cuidados que ahora se sabe son tan necesarios para este tipo de epidermis, se había arrugado mucho, y su cara estaba llena de surcos profundos y de patas de gallo.

Él era médico, cirujano, descendiente de genoveses. Feo, gordito, con nariz ganchuda, y tartamudo, defecto que perdía al cantar. Era muy inteligente, pero tenía vetas sádicas en su personalidad. Le gustaba contar que, de chico, su pasatiempo favorito era meter el gato de la casa en el horno, que luego prendía y, cuando ya estaba caliente, le abría la puerta al gato, que salía disparado, loco de terror, de adentro.

En su consultorio, que siempre estaba sombrío, oscuro, tenía una calavera real con una luz roja adentro. La usaba como velador de su escritorio. Era algo que me impresionaba mucho a mí, que era chica. ¡¡Pensar que ese velador había sido la cabeza de un ser humano que vivía y sentía como yo!! Era tétrico. Más tarde, cuando yo ya estudiaba Magisterio, recuerdo que una profesora de Filosofía y Psicología llevaba un frasco con un cerebro humano cortado en rebanadas, para mostrar las diferentes capas del mismo. Entre el olor a formol y la impresión, no sé qué podía ser peor… Ese cerebro había sido parte del cuerpo de algún pobre indigente al que habían cortado en pedacitos para su disección. ¡Un espanto!

En fin, volviendo a mi historia. Sin ánimo de despertar polémicas, hay un dicho popular italiano que dice que “Un genovés vale por tres judíos”, por la avaricia. Los genoveses tienen fama de ser tacaños, como los escoceses. Lo asumo con total convicción, por mi herencia de ese origen. Y este médico era muy amarrete.

Ellos no tenían hijos, y ella se encargaba de gastarle toda la plata que podía, especialmente en ropa. Viajaron por todo el mundo, generalmente por congresos médicos de su especialidad, y aprovechaban luego para hacer turismo.

Vivían en un tranquilo pueblo de la Provincia de Buenos Aires, donde la siesta dormía en cada esquina.

Ser médico allí era más o menos como ser un prócer de bronce, una estatua, un monumento. Alguien superior al común de la gente. Casi como un dios. Y ellos tenían un estatus de clase media alta. Gozaban del respeto de los habitantes del pueblo y tenían una intensa vida social.

En su casa, que tenía una fachada antigua de tipo italiano, de casa con zaguán, una placa de bronce lustrado en la puerta daba fe de que allí vivía un médico. La vivienda era amplia y cómoda, con un lindo y espacioso jardín, parrilla y una hermosa pileta de natación.

Disfrutaban de todas las comodidades. Y así, entre bostezo y bostezo provincianos, transcurría la vida.

Los jóvenes daban “la vuelta al perro” en busca de pareja, y una vez al año el pueblo se llenaba de gente para la gran fiesta que duraba varios días y le daba, a la modorra diaria, una vida nueva. Incluso se filmó una película allí, con
gran alboroto, y todos los habitantes participaron como extras. Cuentan las malas lenguas que una de las chicas de buena familia fue la amante del director de la película, y que hasta tuvo un hijo con él.

¡¡¡Pueblo chico, infierno grande!!!

La señora del médico era una buena mujer, aunque algo cómoda y egoísta.
Se había criado en el campo, con unos padres muy tranquilos, pequeños terratenientes, una familia numerosa de buenos católicos. ¡¡Con decir que su último hermano había nacido cuando la madre ya tenía cincuenta años!! Todo un milagro de la naturaleza en esa época. Supongo que, cuando él la conquistó, para él habrá sido como alcanzar la luna. Se veía que ella era de mejor familia y educación, y él, como más humilde, como que había superado su clase por su inteligencia y su instrucción universitaria.

La pareja funcionaba bastante bien, a pesar de que él siempre le cantaba:

“Chueca, vestida de pebeta,
teñida y coqueteando
su desnudez”.
Ella no estaba a la altura de la rapidez mental de él. Criada en el campo, era muy simple, aunque con buenos modales y educación.

En un momento quiso aprender a tocar la guitarra, pero nunca salió del punteo de:
“Se murió la chancha,
Vidalitay…”
con lo que torturaba a todos sus amigos en las reuniones sociales.

Hasta que, de repente, se le despertó un talento oculto: era muy buena jugando al golf.

Pero, cuando empezó a jugar torneos y a ser reconocida por su habilidad, él, que no jugaba tan bien como ella, se puso celoso y no quiso que jugara más. Hasta eso le cortó.

Así funcionó esa relación, por años y años. Como suele suceder con muchos médicos, una enfermera más joven empezó a calentarle la sesera y la
bragueta.

Para ella, era un flor de candidato: con plata, título, etc. También supongo
que un ascenso social muy importante.

La pareja empezó a tener conflictos. Él llegó a amenazarla con una pistola
para echarla de la casa.

Y la otra se instaló, haciéndose dueña y señora, en la vivienda y en la cama
matrimonial. Estaría a sus anchas.

Sin embargo, no tuvo en cuenta un pequeño detalle: su propia ambición.
Empezó a gastar más y más hasta que la sangre genovesa afloró nuevamente.

Él reflexionó que su primera mujer le salía más barata, a pesar de lo que
gastaba, así que echó a la enfermera de la casa y volvió a llamar a su legítima
mujer según el matrimonio católico. Ella lo perdonó y volvió. No era nada sin él.

Y él siguió cantándole el tango, una y otra vez, hasta su propia muerte:
“Parecía un gallo desplumao,
mostrando al compadrear
el cuero picoteao.
Yo que sé cuando no aguanto más
al verla así rajé, pa’ no llorar.”
Nota: El tango es “Esta noche me emborracho”. Letra y música de Enrique
Santos Discépolo, cantado por Carlos Gardel. La letra original y título dice:
“Sola, fané, descangayada”, pero así lo cantaba él.