La Rumana

de Doyle, Liliana S.

 

¡¡¡ Pucha, qué linda era la Rumana!!!

Ella tendría en ese entonces unos treinta y cinco años y era mi vecina. Rubia, alta, delgada, de ojos celestes, con unos pechos redondos y grandes y unas caderas que se columpiaban al pasar por la calle.

Yo la veía siempre: desde mi ventana, desde el jardín, desde la vereda, desde el almacén, y se me hacía agua la boca al ver a semejante hembrón. Ella pasaba, me sonreía, y me saludaba con un simple: ¡Chau!

Debo decirles que yo era un chico de colegio, de tan solo catorce años de edad en ese entonces. Pero me gustaban las mujeres más que el dulce de leche, y había tenido ya algunos apretujones y besos de lengua con mis compañeras del colegio. Tenía mucha popularidad: yo siempre estaba diciendo chistes, enganchándome en las guitarreadas y en los bailes, haciéndome el canchero, con un pucho entre los labios…

¡Pero la Rumana! … Ella era un monumento, una Diosa, qué digo: el Arquetipo de la mujer, así, con mayúscula y, a todas luces, inalcanzable. Eso no obstaba para que me baboseara todo cada vez que la miraba, y ella me saludaba siempre con una chispa en los ojos y una sonrisa entre los labios.

Un día de verano, al mediodía, yo volvía del colegio pateando piedritas por la calle, porque estaba muy enojado, muy enchinchado.

Ese día, todo me había salido más que mal. Primero, me había enterado de que me llevaba un montón de materias a examen y, algunas de ellas, a marzo. Segundo, la vieja de Historia me había enchufado un uno por no haber estudiado la lección, y tercero, la vieja de Castellano me había retado de mala manera porque yo estaba haciéndole chistes a mi compañera del banco de adelante.

¡Todo mal! ¡Había sido un día de mierda!

En eso, piedra va y piedra viene, escucho un: _ ¡Psssst!

Miro para todos lados y la veo a la Rumana en la puerta de su casa.

Me saluda y me dice: _ ¿Querés pasar a tomar un refresco? ¡Hace mucho calor!

_ Bueno_  le dije yo, y me mandé sin más adentro de la casa.

Era una casa chiquita, pero cómoda, llena de adornos y tapices con flores y pájaros. Me hizo pasar a la cocina, que estaba limpita y fresca, oscurecida por el calor, y me ofreció una naranjada.

Empezamos a conversar y le conté de todos mis líos en el colegio. Ella se rió mucho, con mis burlas a los profesores, que yo sabía caricaturizar tan bien que hacía matar de la risa a mis compañeros.

De repente se paró y se me puso atrás. Me dijo: _ ¿Te hacen falta unos masajes?_ y ahí no más me espetó:_ ¡Sos lindo, vo’!

Yo sentí que se me venía toda la sangre a la cara y se me erizaban todos los pelos de la nuca. Además sentí en mi cuerpo la erección instantánea. Ella también se dio cuenta.

Como yo no sabía qué hacer, me paré a mi vez y me di vuelta. Abrazarla me resultó lo más natural del mundo. Yo era apenas un poquito más alto que ella, y aunque era flaquito, todos decían que tenía mucha “percha”, mucha espalda, porque hacía toda clase de deportes.

Mis músculos se tensaron para apretarla contra mi pecho, y encontré su boca carnosa, roja y redondita, con su aliento dulce y fresco.

Ahí nomás, ¡mamita!, nos prendimos en un beso que me dejó sin aire.

Empezamos a forcejear sobre la mesa, sobre las sillas, contra la pared, a los manotones, sacándonos la ropa, hasta que ella me dijo: _ ¡Acá vamos a estar más cómodos!_ y me llevó a su dormitorio.

¡Ay! ¡¡¡ El cuerpo de la Rumana!!! ¡Sus pechos! ¡Sus piernas! ¡Su vientre, toda su piel morena, recubierta por un vello dorado, y los lunares en los lugares más insólitos, que besé una y otra vez!

Ella era insaciable, y yo tenía todo el esplendor de mis catorce años. Hicimos el amor hasta agotarnos: uno arriba y el otro abajo, o al revés, o sentados, o en la cama, o en el piso, hasta quedarnos exhaustos y satisfechos como dos tigres ahítos de gacelas.

Ella era el Paraíso de Mahoma en mi barrio, a pocas cuadras de mi casa. Yo sí sé lo que vi en ella, pero nunca sabré lo que ella vio en mí, ni me importa.

Quizás vio en mí al hombre que yo podría llegar a ser algún día…

Tuve que mentir al llegar a mi casa, diciendo que había tenido una reunión con mis compañeros, y nadie se preocupó por nada. (De allí en más, tendría muchísimas reuniones). Así que, al día siguiente, otra vez pasé por la casa de la Rumana.

Quizás no podíamos vernos todos los días, pero nos las ingeniábamos para estar juntos lo más posible. Yo le llevaba flores y le cantaba las canciones que componía para ella, con mi guitarra. Por lo que pude averiguar, el marido era un bruto que solo se preocupaba por su trabajo, y no podían tener hijos.

Para mí, fue como alcanzar la luna y las estrellas, tocando el cielo con la mano.

Estuve quince años con la Rumana. Ella me vio crecer, me alentó a estudiar, a salir con chicas de mi edad, pero en ninguna pude encontrar todo lo que tuve en esa casita de barrio. Fue algo mágico e irrepetible, un sueño hecho realidad. La “Mujer” ideal que solo nos atrevemos a vislumbrar en nuestras fantasías más profundas.

Yo me casé, me separé, me volví a casar, me volví a separar.

Seguimos siendo amigos, con la Rumana, aunque ella está en Misiones y yo sigo en Buenos Aires.

Cuando la voy a ver, no veo a la anciana de pelo blanco plateado y piel arrugada. Miro sus ojos azules y encuentro otra vez a esa mujer espléndida que me envuelve en sus brazos para siempre jamás…

 

 

Nota: Aunque Ud. no lo quiera creer, esta historia es verdadera. Solamente se han falseado algunos datos, para no perjudicar a sus verdaderos protagonistas.
Firmado: la autora