de Cremer, Lilia.
Había tomado la decisión sin su consentimiento. No podía seguir viendo pasar los años sin hacerlo.
Ramón no lo entendía. Él ya tenía sus propios hijos. Cuatro. Otra vida. Lo tenía todo. Poder. Dinero.Y la tenía a ella, incondicional. Ella sentía que no tenía nada.
No le contó los detalles del trámite. ¿Para qué? Él lo tomó como un capricho. Pero no lo era.
Le avisaron que el niño estaba por nacer. Tenía el bolso preparado desde hacía dos meses. Esa noche tomó el micro oyendo los rezongos de Ramón. Al pasar las horas su corazón se aceleraba. Había imaginado tanto ese momento. Un lugar desconocido, extraño para ella. Una pobreza extrema. Un pueblo en el monte.
El micro la dejó en la ruta. Un sulky la esperaba. Un hombre de piel curtida, le dijo sin mirarla. —¿Pa lo de la Miguela? Ella respondió y subió. El traqueteo y el polvo le daban náuseas. Creía estar en el fin del mundo. Se internaron en el monte.
Por fin un rancho. Una chorrera de chiquilines. El hombre bajó.
—Acá es. Ella lo siguió. Miguela corrió una cortina plástica mugrienta. —¡Señora! El niño ya viene.
Quedó paralizada ante esa escena surrealista. La muchacha estaba en penumbras, iluminado su vientre por la luz tenue de una ventana pequeña. Gritaba de dolor. La comadrona le ordenaba que no dejara de hacer fuerza.
Estaba temblando, creyó desmayarse. Se sentó sobre unos cajones apilados.Y entonces… el llanto, el llanto estridente, potente del recién nacido. Su hijo.
—Es mi hijo, mi hijo, —repitió.
Vio que Miguela lo tomaba en brazos e iba hacia ella. –Venga, tiene que bañar a su hijo.Pasaron a una pieza, con trastos desparramados, una olla de agua humeante y un fuentón.
Ella lo miró y lo amó. Comenzó a lavarlo suavemente como acariciándolo. Cuando lo envolvió en el esponjoso toallón, el bebé ya no lloraba. Parecía dormido.
En el silencio lúgubre de la casucha se oyó la voz de Miguela.
—Ahora, váyase… Ella le entregó el sobre y subió al sulky.
No hubo traqueteo ni polvo en el camino. El cielo era azul, diáfano, aunque el hombre presagiaba tempestad.
Llegó a su casa apretando un toallón esponjoso contra su pecho.
Ramón la recibió callado.
—Ahora descansá, —le dijo, y la llevó a la cama.
Ella se durmió. Entonces Ramón tomó el toallón que se había caído, lo dobló y lo guardó.