El otro escenario

de Cremer, Lilia.

 

—¡Azucena! ¡Otra vez tildada con la computadora…!—su grito en mi oído me hizo saltar de la silla—.¿Qué son esas imágenes? Que yo sepa acá exportamos tuercas y tornillos, no bailarinas clásicas…
Otra vez me había sorprendido. La señorita Eugenia Soler, jefa de personal.
Profesión: harpía.
No supe qué contestar. Atiné a balbucear una excusa, que por supuesto no creyó.Luego le dije sonriendo nerviosamente: mi nombre es Maia, Azucena es el segundo.
—No se vaya por las ramas Ferreyra,… y póngase a trabajar de una vez.
Volví contra mi voluntad a las tuercas y tornillos, pero era inevitable volar a mis clases de ballet. Pensaba todo el tiempo en la Gala. Sería mi primera presentación en un teatro.
La chaqueta azul marino me apretaba y la camisa cuello Mao me ahogaba.Todo en esa oficina me afixiaba.
Para Giselle usaría las ropas campesinas en tonos otoñales. La escenografía me fascinaba. El bosque, el pantano, el paisaje bucólico de la puesta. Repasaba mentalmente los movimientos. Ojalá la jefa me permitiera salir antes el viernes para el ensayo general, pensaba. ¡Qué música, qué historia: romántica y tan triste a la vez!
—Ferreyra, cuando termine el stock, prepare estos costos. Antes de retirarse deben quedar listos para entregarlos al ingeniero Mayorga.¿Entendió?
—Sí, señorita Eugenia, entendí.
¡Cómo recordaba a Maia Plitzeskaia! Su gloriosa Giselle. ¡Inolvidable! A ver, a ver seguro que en You Tube está.
—Che, Maia, estás re colgada con lo del baile ¿no? —era el estúpido de Farías, bruto, analfabeto, decirle baile despectivamente a algo tan sublime como el ballet. Por suerte me quedaba poco tiempo para juntar la plata que precisaba para terminar el profesorado. Después ¡chau! ¡adiós! ¡si te he visto, no me acuerdo!
¡Ah! Acá está. Giselle con Margot Fontayn ¿y el partenaire? ¿Rudolf Nureyev?
—¡¡¡Ferreyra!!!¡¡¡Ferreyra!!! Mi paciencia tiene un límite…No me provoque…
— Voy terminando señorita Eugenia…—había podido salir rápidamente de la pantalla donde tenía las imágenes más maravillosas de una Gala en Londres. El corazón me estallaba de placer.
—Chau, Maia ¿te falta mucho? ¿Querés que te espere? —era Victoria, mi mejor compañera de la oficina.
—¿Qué hora es?—le pregunté sorprendida.
—Y… deben de ser las seis y algo, ya se fueron todos. Está la Soler con Mayorga y el jefe en la oficina de personal.
—¡Nooo, me muero, no terminé lo que me pidió…tengo que explicarle y pedirle permiso para mañana… ¡Ay! Dios mío, deseame suerte Vicky.

—¿Pero cómo se le ocurre Ferreyra? ¿Usted tiene idea del desastre que es como empleada? Y encima pide permiso para retirarse antes para ir a bailar …no sé qué cosa. ¡Usted es una irresponsable total! Ya estamos tomando medidas drásticas, acá con el jefe y el ingeniero…
¡¡¡Ferreyra!!! ¿Qué hace? ¿Se volvió loca? ¡Vuelva acá! ¡Ferreyra!

Los guardias de la Empresa vieron con ojos desorbitados cómo la empleada Maia Azucena Ferreyra volaba por las escaleras y caía como en un Grand Jeté en el piso de la planta baja en el que se veían algunos objetos diseminados: un bolso, un par de zapatillas de punta, unas polainas de lana y una malla de danza.

Una leyenda urbana
La flor del cactus

de Cremer, Lilia.

 

 

Raúl sostuvo unos instantes en sus brazos, el cuerpo inerte de Laura envuelto en su suave bata color rosa. Lo aprisionó contra su pecho y entonces lloró y lloró, sin consuelo, hasta caer de rodillas y perder el sentido.

Había llegado temprano a casa. Después de la ausencia de Laura, quería más que nunca verla, estar con ella y disfrutar de esa cena íntima de aniversario de casados.
Ella resultó la mujer justa, bella por fuera y por dentro. Se sentía feliz, completo, había conseguido al fin una esposa, amante, compañera, socia, en la vida que desde hacía un año habían iniciado juntos.
Ese día el regalo debía ser especial. Para su colección de cactus, una especie rara, exótica, casi en extinción, que la florista le había conseguido.

¡La florista! Extraña muchacha. Raúl recordaba el día en que apareció atendiendo el kiosco de la esquina, diciendo que sus padres ¿sus padres?, los ancianos que durante años fueron los floristas, habían muerto. Nadie, en el barrio, creyó que esa chica tan joven, fuese la hija de los viejitos.
Extraña, muy extraña. Tan flaca, tan blanca, casi transparente, con las líneas azules de un mapa corporal trazado con sus venas.
De mirada penetrante y profunda, como un imán que hipnotizaba y transportaba a recónditas zonas de la mente.
Raúl, evitaba el contacto visual, desde el día en que sintió esa rara sensación de captura y dominación a través de sus ojos.
Trataba también de tomar distancia al recibir la mercadería que compraba, el roce con esas manos níveas y heladas lo habían hecho estremecer.

—Con mi mujer dejamos de comprarle, con los viejos era otra cosa. Esta mina está chiflada, parece un fantasma, mi mujer le dice “la bruja”,—comentaba el colorado Espoltore, su vecino.
Raúl tenía sentimientos encontrados. A la vez que le producía rechazo, la encontraba como desvalida. Su trato era amable, servicial, hasta sumiso a veces.
—Pídame lo que quiera Raúl, que yo se lo consigo,— le repetía cada vez que él pasaba por el kiosco.
Raúl le había encargado un cactus diferente, algo que sorprendiera realmente a Laura y ella lo tomó como un desafío.
Durante diez días era para Melina, que así decía llamarse, un tema recurrente.
—Ya me estoy ocupando, Raúl. Ni se imagina lo que le voy a traer para su mujer,— repetía cada mañana que él cruzaba por la esquina.
—Gracias, Melina, no lo necesito con apuro, Laura está de viaje, —respondía con fastidio.
—¡Cómo viaja! ¿eh? Siempre la veo salir con valijas. La vienen a buscar con autos muy lujosos…
Melina no perdía detalle del movimiento del vecindario.
—Sí, está invitada a muchos congresos, es su trabajo ¿viste?
—Yo, si fuese ella no dejaría a mi maridito sólo tanto tiempo,— contestaba ella buscando la mirada de Raúl que seguía caminado, sin detenerse y con la cabeza gacha.
Comenzó a molestarle la intromisión y ese tonito que le daba a sus comentarios fuera de lugar. El colmo fue cuando una mañana, oyó el timbre de su casa y era Melina, irreconocible, con una vestimenta inusual en ella: vestido ajustado al cuerpo, en lugar de la habitual camisola negra hasta la rodilla, y zapatos de taco alto. Se había recogido su pelo negro desgreñado, que siempre llevaba suelo y sus labios brillaban delineados groseramente con rouge. Esa imagen tan patética provocó el asombro descontrolado de Raúl, por su aspecto y además por lo inesperado de su aparición.
—¿Qué hacés acá Melina? —le dijo ofuscado, en pijama y con la brocha de afeitar en una mano.
—Pensé que podía prepararle el desayuno,— contestó ella, apoyándose en el marco de la puerta mientras ponía una mano en el hombro de él.
Raúl se apartó bruscamente.
— Ya desayuné,— mintió,— se me hace tarde, volvé al kiosco —y cerró de un golpe la puerta.
Al llegar al trabajo se encerró en su oficina con el pelado Bermejo, su amigo y compañero y con una perturbadora mezcla de sensaciones, le relató lo vivido con Melina.
—¡Esa mina está caliente con vos Raúl! ¿Cómo no te diste cuenta?
El pelado parecía tener re clara la situación y no paraba de reírse.
Raúl no podía pensar.
—No, estás loco, puede ser mi hija… —dijo por lo bajo.
—¡Pero no lo es, hermano, pensá, pensá! —repetía Bermejo.—Analizá los hechos, está muerta con vos.
Finalmente viendo la expresión preocupada y desconcertada de Raúl, agregó.
—Si no querés tener problemas, sacátela de encima lo antes posible.
Raúl quedó más inquieto y nervioso que antes, después de la charla con su amigo. Esperaría a tener el cactus para Laura y después ¡chau! cortaría todo trato.
Al volver a su casa esa noche, mucho más tarde de lo habitual porque, con Bermejo siguieron con el tema al salir de la oficina, vio luz en el kiosco , cosa infrecuente. Mientras se iba acercando divisó a Melina parada en medio de la vereda como cerrándole el paso. Pensó en dar media vuelta y salir corriendo “¡Qué chiquilín!” —se dijo— “a mi edad, tenerle miedo a esta piba”.
—Hola, Melina, —susurró por lo bajo y pasó rápidamente a su lado en dirección a la casa.
—¡Raúl! ¡Raúl! Esperá—ella lo tuteó y corrió hasta alcanzarlo.
—Disculpá por lo de esta mañana…
—Está bien, no pasa nada, —respondió él incómodo, sin mirarla.
—Quiero mostrarte algunos cactus, para que elijas el que te parezca más llamativo para Laura.
Raúl no sabía que contestar. ¿Era una trampa? ¿Y si era verdad y el pelado era un malpensado?
—Bueno, mañana a la mañana los miro —contestó llegando ya a la puerta de su casa.
—No, no— dijo Melina, firmemente— tiene que ser ahora, porque tengo que devolver los que no quieras. Son especies muy raras y carísimas que me prestaron en el vivero.
Raúl se sentía acorralado, por un lado rechazaba la idea de estar un minuto más con esa, no sólo extraña, sino sospechosa mujer y por otro quería el regalo para Laura.
Se acercaron lentamente al puesto de flores, las puertas laterales estaban plegadas, la luz iluminaba apenas el pequeño reducto donde se amontonaban algunos jarrones con flores. Melina se introdujo en el estrecho espacio diciendo: Vení, entrá que te voy mostrando.
—Pero, ¿dónde están los cactus? —exclamó Raúl al observar que sólo había unas flores mustias.
—Confiá en mí. Dale, pasá, pasá ¡no te voy a comer!
Melina se le había acercado demasiado, podía sentir su respiración y su penetrante perfume que lo mareaba y le quitaba el aliento.
—Estoy cansado, quiero irme a mi casa, te pido que te apures, —balbuceó Raúl.
Se sentía envuelto en una atmósfera que lo ahogaba. Le faltaban las fuerzas.
—Cerrá los ojos y no los abras hasta que yo te diga,— le ordenó Melina apoyando sus frías y húmedas manos sobre los párpados de él.
Raúl obedeció, Melina le iba mandando imágenes de distintas variedades de cactus que él no podía explicar de dónde salían.
Fueron más de diez especies que como en una nebulosa Raúl iba viendo sin abrir los ojos. Se sentía flotar entre vahos y esencias penetrantes. Como en sueños veía el rostro patético de Melina muy, muy cerca del suyo.
—¿Y? ¿Cuál elegís?— le dijo de repente destapando sus ojos.
—El de flores grandes rojas,— contestó Raúl como un autómata.
Su mente estaba aturdida.
—¡Listo! —gritó Melina— podés irte.

Salió tambaleando del diminuto cuartucho y como borracho llegó a su casa y se tiró en la cama.
A la mañana siguiente necesito reforzar el café para poder despabilarse. No sabía si lo sucedido con Melina había sido un mal sueño o un suceso real muy desagradable.
“Por suerte mañana vuelve Laura”, pensó.
Salió de su casa y desde lejos vio a Melina, parada en la vereda del kiosco mirándolo.
—¿Cómo dormiste? — le pregunto risueña cuando Raúl se acercaba.
Él no contestó a su pregunta, sino secamente le dijo: Preparame el cactus para regalo, a la vuelta te lo pago y me lo llevo.
—Ok, comprendido, mi amor, —exclamó Melina, acomodándose una enorme flor que se había puesto en el pelo, sujeta a un pañuelo floreado.
Raúl hizo como que no había oído, pero oyó. El pelado estaba en lo cierto. Esa mina era un peligro.
Al día siguiente, antes de irse trabajar dejaría el regalo en la mesita donde Laura exhibía su colección. Le pondría una tarjeta:

Para la más bella de las mujeres,
la más bella flor.
Con todo mi amor
Raúl
(las flores están por abrir)

Cuando la policía llegó, sólo encontró a Raúl abrazado a una suave bata color rosa, sobre la que había caído, extrañamente, un exótico cactus de enormes espinas y maravillosas flores rojas.

 

Declaración de amor

de Cremer, Lilia.

 

Arrojaré al Egeo mi mensaje
desde mi otro cielo de quimeras.
Bogará hasta tu isla milenaria
prisionero fugaz de las estrellas.

Te veré en alocado intento
colgarte a una baba del diablo.
Acelerar la prisa con denuedo
y amarrarlo así a tu costado.

Si al leerlo aceptas mi propuesta
soplame un arpeggio con tu saxo.
Bajaré a horcajadas de una nube
a concretar un encuentro inesperado.

La cita es en París, sin más detalles.
Rechazo Buenos Aires: da nostalgia.
Quiero beber el aire parisino
y de tu mano caminar mis ansias.

Treparemos los hierros tan amados
de una Torre Eiffel con añoranzas.
Desafiarías tal vez a mi rayuela
y yo apostaría a ser tu Maga.

Robaremos pinceles en Montmartre,
en un lienzo dibujarás mi cara.
Susurrarás tus erres en mi oído
y yo murmuraré una zamba.

Decime que sí, que no alucino,
que mi fuego es tu fuego y es el fuego.
Que sobre Notre Dame no son palomas,
que están volando en un éxtasis las gárgolas.

Cabalguemos el tigre que aún habita
en vos, en mí, en días de infancia.
Corramos por el Sena sin dudarlo,
llevando de la mano a una Esperanza.

Subime a tu dragón, soy autonauta.
Saqué pasaje directo hasta Marsella.
Me dormiré en el verde de tus ojos.
Pensaré que la vida es muy, muy bella.

Oración por la Paz

de Doyle, Liliana S.

 

Vuela, blanca paloma de alas transparentes
y lleva tu mensaje de Paz a todo el mundo.
Este anhelo de siempre anida en lo profundo
del corazón del hombre. Anida en nuestras mentes.

Sobre la piel del tiempo lleva Tú la esperanza.
El hombre ha sido siempre un lobo para el hombre.
Desde Caín y Abel, las crueldades sin nombre
han reinado en la tierra, sembrando la matanza.

Dos lobos se pelean en nuestro cuerpo propio:
un lobo hecho de luz y otro lobo de odio.
El horror de la guerra tremenda nos acosa
con la estela de muerte que deja en cada cosa.

Vuela, blanca paloma de transparentes alas.
Que tu vuelo invisible alumbre las mañanas.

Mucho más que un juego

de Doyle, Liliana S.

 

La cancha de tenis es como la vida…

En un cuadrilátero rojo, de polvo de ladrillo, o cancha verde, de goma, o cemento, se juega mucho más que un simple partido. Allí aflora lo más íntimo de la personalidad de cada uno. En cada juego se despierta el niño interior dormido en el fondo de la psiquis, acallado por años de represión racional y responsabilidades.

Se favorecen la autoestima, la capacidad de resolver problemas, de elaborar tácticas, de pensar estrategias, de calcular velocidades de pelota, lo que ayuda al conducir automóviles, por ejemplo, para el cálculo de velocidades de aproximación de vehículos. Aprendemos a reírnos de nosotros mismos en los golpes fallidos, que a veces nos dejan en actitudes corporales muy graciosas. Aprendemos a luchar cada punto como debemos luchar cada momento frente a las adversidades de la vida.

Sabemos que hay compañeros confiables, y otros que no lo son tanto. Como en un matrimonio o en una pareja de tango, cada uno tiene que ser solidario con el otro y acompañarlo en el juego con respeto y honestidad: FAIR PLAY.

Siempre recordaré con sumo cariño a quien fuera mi primer profesor: Humberto Placencio. Un gran señor al que yo admiraba mucho.

Mi papá me había contado que había sido un campeón chileno. Luego lo corroboré: fue campeón de canchas rápidas. Acá en la Argentina, fue profesor de la Escuelita de Tenis del Club San Fernando, del Club Teléfonos de Vicente López, y de la Catedral del Tenis: Buenos Aires Lawn Tennis Club.

Él tenía una particularidad: le faltaba casi todo el brazo izquierdo, a partir del codo. Nunca supe si había sido algún problema congénito, lo que es lo más probable, o algún accidente.

Así fue cómo me enseñó el revés con una mano sola, poniendo el pulgar sobre el grip para reforzar la empuñadura. Todos dicen que el revés es mi mejor golpe.

Cuando empecé a tomar clases en la Escuelita del Club San Fernando, yo ya era bastante grande. Si no me equivoco, estaba sobre la edad límite, dieciséis años, y ya estaba dando las prácticas de Magisterio porque, en esa época, para obtener el título docente, se podía optar entre Bachillerato o Magisterio. Yo era una grandulona y tenía que ponerme en una fila con todos los nenitos.

__ Ahora, de Drive.
Todos pegábamos el Drive, uno atrás de otro.

__ Ahora, de Revés.
Y lo mismo. En la enseñanza actual, les enseñan a los chicos todos los golpes juntos, lo que es mucho mejor.

No sé por qué, pero yo lo quería mucho a Humberto. Será porque era un señor canoso muy amable. O por su problema. Creo que de esa manera enseñaba también a superar una discapacidad tan importante para un tenista. Siempre me dijeron que yo tenía buen físico para tenis, por mi altura y por el hecho de tener un cuerpo fuerte. Yo no sabía en esa época que la raqueta llegaría a ser, en muchos momentos muy difíciles de mi vida, mi tabla de salvación. Con agujeros y todo, fue muy efectiva.

Hace muy poco tiempo me contaron mis hermanas mayores que ellas también habían ido a la Escuelita, pero que Humberto les había dicho que lo que más les convenía era dedicarse a tejer y coser, cosa que efectivamente hicieron toda la vida, con mucho éxito.

Quizás a mí me influyó, para dedicarme a este deporte, que mi padre había jugado representando al Club San Fernando en su juventud, en Doble Caballeros, con Gunnar Voigt, uno de sus tantos amigos.

Yo nunca fui deportista. Empecé en la Escuelita porque mis dos amigas de los quince años se habían puesto de novias y quedé excluida. Siempre me gustó la naturaleza. Con mis padres, íbamos al río, al campo y al mar. A mi papá le gustaba pescar y cazar. A mí nunca me gustó matar animalitos, y pescar siempre me pareció aburrido, pero me gustaba ir a los lugares que visitábamos para hacerlo, y por supuesto, comer el resultado de su actividad. Estar al aire libre era como una inyección revitalizadora para mí.

Jugué al tenis desde los dieciséis hasta los veinticuatro años, cuando me casé. Creo que, luego de tomar las clases de Placencio, por algún tiempo, fui alumna del profesor Bascary, que me decía “Jugadora de sofá”, porque decía que yo no corría, que siempre esperaba que la pelotita llegara a mí.

La convencí a mi hermana menor de hacerme “pata”, y en una época jugábamos las dos con tres muchachos. ¡Se armaban unos partidos muy divertidos! Uno de ellos, después de tantos años, es ahora mi vecino.

Siempre jugábamos una vez por semana, porque yo tenía alumnos particulares de Inglés, y estudiaba en Filosofía y Letras. No tenía mucho tiempo. Me decían que podía tener un buen futuro en el tenis, pero yo quería recibirme: quería ser escritora.

Igualmente, creo que no habría podido ser tenista profesional, ya que ellos comienzan desde muy chicos, y pasa lo mismo que con los escritores: pocos llegan a destacarse. Son carreras muy difíciles y competitivas.

Luego me casé a los veinticuatro años, y ahí tenía mucho para hacer, entre la casa, el colegio, etc. Quedé embarazada enseguida, y me dediqué a tener y criar a mis hijos por diez años.

A los treinta y cinco años empecé a tomar clases de tenis de nuevo. No tenía amigos con quienes jugar, pero una vez por semana el “Chino” González trataba de enseñarme, dándome consejos: ¡No anuncies el golpe! Y, lo más importante: “En la vida hay que aprender a fracasar”, me decía.

El Chino se parecía al Negro Olmedo en bajito. A mí, que siempre quise ganar en todo, me hizo muy bien que me enseñara a fracasar. Nunca se puede ganar en todo. Es imposible. En la vida, terminamos juntando más fracasos que éxitos. ¡Querido Chino!!

Tuve otros profesores muy buenos, como Gabriel Gomory, que murió tan joven. Él me enseñó que el golpe de revés alto es el más difícil, y su famosa frase, para cuando algún compañero/a se volvía loco por nuestros errores: “Nadie va a perjudicar a su compañero a propósito”. (Parece que algunos jugadores piensan que uno se equivoca para molestarlos a ellos). Con él empecé a animarme a volear. También Marcelo, con el que hice un excelente entrenamiento un verano y me enseñó muy buenos ejercicios para relajar la columna.

Sergio Solesio me enseñó a tenerme fe para correr y llegar a pelotas a las que nunca hubiera creído poder alcanzar. Me enseñó a volear, con el grip de volea. A animarme a pelotas difíciles. El “approach”, el “top spin”, el “drop”…  Me enseñó a esforzarme para lograr lo que quería. A rebasar mis propios límites. A tenerme más confianza. A no darme por vencida tan fácilmente.

Ahora, cuando puedo, tomo clases con Pocho, y a pesar de los vicios adquiridos después de tantos años, siempre logra que modifique algo. En seguida se da cuenta de mis defectos, y me enseña a corregirlos.

Cada uno de mis profesores me ayudó de alguna manera diferente, me dio las armas para luchar, para no darme por vencida, para esforzarme más. A través del tenis desarrollé mi autoestima. Hice amigos. Volví a reír, a divertirme, a olvidar responsabilidades y problemas. A darle rienda suelta a “mi niño interior”.

Cada partido es una lucha, como la lucha por la vida. Cada pelota que uno defiende es un obstáculo que se debe superar. No darse por vencido fácilmente es la lección de cada encuentro deportivo, más allá del resultado final. Es así como uno gana el respeto del otro, y respetarse a sí mismo.

Algunos podrán decir que todo esto es una tontería. No comprenderán nada de lo que significa. Pero los que comparten mi pasión por este deporte, que son muchas personas en el mundo, estarán de acuerdo conmigo cuando afirmo, sin lugar a dudas, que el tenis es “Mucho más que un juego”.